A la memoria del poeta León Felipe

19/01/2019 - 13:35 José Serrano Belinchón

Llegó a Almonacid de Zorita como boticario en 1919.

  La sombra del poeta se mece sobre los campos de la Alcarria que avecinan las aguas del Tajo. Acabo de cruzar, sin detenerme siquiera, el pueblo de Almonacid de Zorita. Aun contando con la tópica diafanidad de estas tierras, siempre se me antoja Almonacid bajo un cielo nebuloso y acerado, de tierras color limón teñidas por la flor de los girasoles. Hoy todo es luz por dentro y por fuera de sus portadas de piedra. Es el orden y el silencio quien lo domina todo, es la calma y el endémico bienestar quienes, gracias a Dios sean dadas, andan presentes por aquí. Hace frío, el mes de enero transcurre flamante de luz, pero sería una imprudencia llevar abiertas las ventanillas del coche. Todavía nos quedan lejos el sonar de los grillos en las cunetas y el canto de las chicharras en la copa de los árboles. Hace exactamente un siglo anduvo por aquí, respirando el aire que yo respiro y contemplando el mismo panorama que yo veo, un hombre sin par: el poeta León Felipe. Pocos lugares, pocos paisajes y pocos ambientes le hubieran acogido como lo hizo Almonacid, un pueblo donde nunca faltó un amable rincón para un poeta:

“Sin embargo,…

en esta tierra de España

y en un pueblo de la Alcarria,

hay una casa

en la que estoy de posada,

y donde tengo prestadas

una mesa de pino y una silla de paja”

Llegó al pueblo como boticario en 1919; antes había sido cómico ambulante y presidiario por motivos  económicos. En Almonacid, con muchas horas por de más y de sosiego por de menos, afloraron sus primeros versos, los latidos que dieron principio a una vida larga y frenética, vivida, para mal suyo y mal nuestro, fuera de España.

     Metido en la ancianidad, cuando “Versos y oraciones del caminante” se había perdido entre la espesa nube de un olimpo remoto y olvidado, el poeta, entierras de México donde pasó la mitad de su vida y le llegó la muerte, aún dejaría escrito jirones extraídos de lo más profundo de su alma en vísperas de su hora suprema: “Un pueblo claro y hospitalario. Las gentes generosas y amables… ¡Y tenía un sol! Ese sol de España que no he vuelto a encontrar en ninguna parte del mundo y que ya no veré nunca. Me hospedaron unas gentes muy buenas, con las que yo no me porté muy bien. Y ahora quiero dejarles aquí, a ellas y a aquel pueblo de Almonacid de Zorita…, a toda España, éste último poema. La última piedra de mi zurrón de viejo pastor trashumante”. Falleció en el exilio el 18 de septiembre de 1928.