¡Alerta los pueblos!
Las alertas de los pueblos, hoy en día, nada tienen que ver con aquellas a las que se refirió, en el estremecedor libro del mismo título ("¡Alerta los pueblos!"), el general don Vicente Rojo, aquél ciudadano honorable que dirigió con tanto talento militar como escasez de armas y pertrechos la defensa de la legalidad republicana durante la última e infausta guerra civil española. Aquellas alertas eran las que debían mantener los pueblos para evitarse los horrores de las tiranías, pero hoy, que todo es o parece mucho más trivial, y pese a que no estaría de más que los pueblos mantuvieran aquellas, las alertas de los pueblos son otras, más bobas y cansinas.
En España, de toda la vida, hizo calor en verano y frío en invierno. Mucho calor y mucho frío. Un calor torrefactante, inhumano, y un viruji helador, igualmente inhumano. Ante lo cual, se aguantaba uno, bien que combinando ese estoicismo con refrescos, baños y sombras en el estío, y abrigos, bufandas y estufas en torno a enero. Pues bien; todo eso ha cambiado, y lo que antes nos producía frío o calor, ahora nos produce, también, alertas, y no digamos a los pueblos. Raro es el día, sea el mes que sea, que media docena de provincias no se hallan en alerta de algo, de lo que sea, de calor, de frío, de lluvia, de viento, de nieve, y que los noticiarios, tan rendidos a la realidad inventada, de diseño, del sistema, no emplean la mitad de su tiempo en contar con gran despliegue que hace frío o calor, y que hay que estar alerta.
Que Irlanda, ese pedazo de pueblo, esté en alerta, se comprende, pues allí también se ataron, como aquí, los perros con longaniza y se vendieron los duros a cuatro pesetas, y que los demás estemos en alerta con Irlanda, también se comprende. Pero las otras alertas, por el amor de dios, que se las guarden las autoridades para cuando, y no ha de faltar mucho a éste paso, seamos tontos del todo.