Años por un tubo
Podemos hacernos el remolón hasta la onomástica particular, pero cada 1 de enero nos cae encima un año a todos. Sin comerlo ni beberlo o a lo tanto me lo bailo, como dicen en mi pueblo.
Estos días es mejor no contarlos y arrinconar o tapar algunas fotos. De bodas, equipos de fútbol, milis, procesiones o de aquel bailongo en el que un beso a lo tonto nos enganchó para siempre.
Este verano asistí a la antes llamada misa mayor en las fiestas de Hinojosa y de Labros. Salí echo polvo. Calculé que los asistentes (media entrada) sumábamos más de tres mil años en cada iglesia, incluyendo al joven sacerdote africano oficiante.
Me vino a la mente una película como la que dicen que asalta a los humanos en trance de palmar, con escenarios y situaciones de la vida que nos han marcado para bien o mal.
Rememoraba a algunos/as acarreando por caminos ya borrados, lavando en la balsa, pastoreando ovejas por ribazeras, labrando, escardando, trillando o en las mil tareas de antaño. De niños jugando al chirle, la jarabá y saltando a la comba, y de mozos al frontón o bailando con guitarra en la Casa Lugar. A todos en fiestazos con volteo de campanas, banda de Milmarcos y confiteros, en merendolas y zongas. En el coche de línea hacia alguna capital a comprar, estudiar o buscarse otra vida...
Meditaba entre los alicaídos rezos de los paisanos cómo nos ha ido cayendo esa mostrosidad de años. Por un tubo, a modo de pescozones insensibles, sin notarlo, como a unos pasmaos.
En 2025 otro más. Nos queda el consuelo de “mejor es cumplir que no” y la esperanza de que “nos veamos tan pitos este agosto”. Quedamos los mejores. Los óptimos se fueron. Que nos esperen muchos años.