Antropología política

18/10/2016 - 11:47 Jesús Fernández

Siempre hemos defendido que la política hay que entenderla como  una condición o dimensión de la vida humana. Ella es reflejo y realización del hombre absurdo.

Siempre hemos defendido que la política hay que entenderla como  una condición o dimensión de la vida humana. Ella es reflejo y realización del hombre absurdo. Todas las decisiones y compromisos salen del interior del hombre. La política es ambición de poderío, avaricia de dinero, soberbia de autorrealización, el placer de mandar, el gusto por la autoridad y  ejercicio de dominio, la satisfacción del ser y tener, exaltación  de la subjetividad, satisfacción de deseos, complacencia en los honores, crecimiento en el aplauso, disfrute del  agasajo, ampliación de influencias, liberación de instintos, proliferación de tendencias, expansión de caprichos, exención de prohibiciones, sensación de prepotencia, regocijo en la  superioridad, despedida de renuncias y abandono de las miserias, tendencia irrefrenable al despilfarro,  comienzo de la inmortalidad, saborear de la fama, despliegue de posibilidades, exceso de competencias y atribuciones, consecución de proyectos, elección de amistades, superación de complejos y vencimiento de dificultades, búsqueda de reverencias e identificación con las fastuosidades. Todo esto sucede en el ámbito privado del sujeto y de la individualidad pero trasciende a la sociabilidad. Se confunde valor con estrategia, inteligencia con astucia, capacidad con habilidad, destreza con engaño o falta de coherencia. Esta es la antropología de la política. Revestidos  de la representación hacen de ella, alternativamente, un mito y una excusa. El hombre es pura tendencia.
    En ese sentido, la dualidad o diferencia social más grande no es entre ricos y pobres sino entre súbditos y gobernantes, entre pueblo y clase política, entre los que mandan y los que obedecen. Si hemos examinado la infraestructura política de la antropología, del hombre en sí, veamos ahora la superestructura del gobernante y poderoso en la sociedad. Es ya muy común, aludir a una desviación de finalidades e intenciones en ellos, en los que acceden al ejercicio del poder en la democracia. No  buscan, ni luchan por el  bien común de la sociedad, sino por el beneficio particular de ellos. No están al servicio de la comunidad sino que utilizan la comunidad en beneficio de ellos. Los políticos y gobernantes se pasan media vida y todo el tiempo pensando en ellos, preocupados por ellos, cuidando de  ellos. Los conceptos de persona y dignidad, desarrollo y bienestar, promoción y mejora, justicia y derechos humanos, no están entre sus preocupaciones preferentes.
    Desprecian el sentido de la pluralidad y de la participación porque ellos son jueces y superiores o determinantes, muy impregnados de representación, órdenes y mandatos. Son poseedores de la razón y de la verdad porque tienen el poder. Dicho de manera coloquial, los políticos pasan del pueblo. No consta que, cuando se reúnen,  se ocupen de los problemas del pueblo sino de sus propios deseos, disputas  y ambiciones. Tenemos que admitir que la práctica política refleja más el estado natural del hombre que el estado educativo y convencional. Lo que llamamos el Estado obedece más al “estado de ánimo”  de cada dirigente que a las leyes objetivas o consensuadas. No es la razón natural sino el ánimo quien nos rige o nos dirige. Pasamos de Hobbes a Rousseau y volvemos al principio de la antigüedad clásica. Con vosotros soy demócrata pero para vosotros soy gobernante y el poder.