Atienza de los juglares

14/06/2021 - 18:13 Luis Monje Ciruelos

Artículo publicado el día 14 de junio de 1973 en ABC

No hace falta mucha sensibilidad estética para sentirse enamorado de Atienza. La histórica villa serrana despierta en cuantos llegan a ella un profundo sentimiento de admiración, a la vez que de sorpresa, al advertir que se trata de un conjunto urbano trasplantado a nuestros días desde pasadas épocas. Visitar Atienza es regresar con el alma inundada de serenidad y belleza. El viajero la abandona como de puntillas, asombrado de que estas calles y plazas, con sus casonas, sus iglesias y sus murallas, no estén protegidas por un fanal de la dureza del clima y de la crueldad del paso del tiempo. El cielo allí es más azul, quizá por estar más cerca, y más suave el color de las piedras, y más austero el ambiente. Y hasta las viejas murallas, que apenas han sido restauradas, parecen evocar con mayor fidelidad que en otras partes la mágica presencia del Medievo.

Pasear por su Plaza Mayor o la del Trigo, contemplar sus soportales o admirar sus historiados aleros, penetrar en los amplios zaguanes y estudiar los numerosos escudos que ennoblecen las fachadas es trasladarse a otros siglos, sin duda más duros e incómodos, pero también menos artificiales y más sinceros. Hasta los duros repechos de sus calles se espiritualizan ante la presencia de blasones y portadas, de dovelas y cornisas, y de una cuidada pavimentación hecha de losas y guijarros que ha venido a sustituir a las desgastadas piedras seculares.

Las direcciones generales de Bellas Artes y Arquitectura han realizado en Atienza una insuperable labor restauradora. Sin restar autenticidad al escenario urbano, le han devuelto limpieza y perfección, han saneado las caries produ- cidas por el tiempo y han hecho de la villa de las Santas Espinas y de La Caballada una atractiva localidad turística para espíritus selectos. Visitar Atienza es un regalo no por todos merecido, pero que todos agradecen. Personalidades del Arte, de la Política, de la Aristocracia y de las Letras, en Atienza han buscado –y encontrado- refugio para su espíritu, tanto por la quietud del lugar como por el equilibrio y armonía de sus piedras.

Pero aun más que la sugestión artística, histórica y monumental que se desprende de sus calles, plazas y callejas, impresiona al viajero, aunque vaya cien veces a la histórica villa, la visión panorámica de Atienza. “Atienza de los juglares/, alto navío de ruinas/ que nunca ha visto los mares”, dijo de ella Gerardo Diego en un bello poema que yo seguramente mejoraría si supiera transcribir los sentimientos que su contemplación me inspira. Efectivamente, un alto y pode-roso navío de ruinas, casi un bajel fantasma embarrancado en la cumbre, semeja la formidable estampa de su castillo roquero, visible perfectamente desde el borde de la me- seta alcarreña, a 40 kilómetros de distancia, al empezar a descender la cuesta de Mandayona. Si la visión de Atienza cautiva por la armonía y el equilibrio de su conjunto urbano, al pasear por sus calles y plazas nos embarga la emoción de lo antiguo, de lo medieval, de lo castellano. Allí se siente el peso y el paso de los siglos, no como losa que abruma, sino como historia que llena de orgullo el alma. Y esto no sólo a los que llegan para saborear el arte que atesora, sino también a los que allí viven de continuo, a pesar de estar acostumbrados a convivir con tanta belleza. Layna Serrano, el primer admirador de Atienza y su más grande historiador, apreciaba, tanto como la historia, el arte y los monumentos de la villa, la reciedumbre de sus gentes, el saber estar de sus hombres entre las nobles piedras y bajo el pálpito vivo de la Historia. Atienza le correspondió haciéndole cofrade de honor de La Caballada, hijo adoptivo y dedicándole una calle, y ahora estudia reeditar su “Historia de la villa de Atienza”, de 600 páginas, publicada en 1945 y agotada hace muchos años.

El soberbio telón de fondo del cerro en que se asienta el castillo sirve de coronamiento al casco urbano, que trepa por la empinada ladera con la seguridad que le dan los siglos y la nobleza arquitectónica de muchas generaciones respetuosas con el legado de sus antepasados. Parece como si un arquitecto genial y eterno hubiese meditado largamente antes de trazar calles y plazas, levantar murallas y edificar iglesias. El caserío tiene así una armonía de volúmenes y tonalidades en la que no desentonan los edificios nuevos de los viejos. Todo es allí serenidad y mesura, proporcionalidad y grato concierto de tejados y muros con los espacios vacíos dejados por el paso del tiempo. El viajero no resiste casi siempre a la tentación de parar el coche y apearse al asomar a Atienza para contemplar el incomparable espectáculo, la formidable escenografía del caserío rampante al pie de la inexpugnable fortaleza. Atienza es también, como de Medinaceli decía Ortega y Gasset, “una alusión de heroísmo lanzada en veinte leguas a la redonda”.