Atrévete a saber

01/10/2010 - 09:45 Hemeroteca

Adolfo Yañez, Madrid
¿Existe en el hombre pereza mayor que la pereza de pensar? Creo que no, que nada hay tan fuerte en nosotros como la indolencia que nos embarga a la hora de salir al encuentro de nuestra propia verdad. Nos cuesta muchísimo servirnos de la razón para ser responsables directos de aquello en lo que creemos y preferimos, frecuentemente, refugiarnos en la tutela de otros, en las certidumbres de otros o en los caminos mentales que otros nos señalan.
Fue Horacio el que, por primera vez, gritó aquello de “sapere aude”, ¡atrévete a saber! Siglos después, la Ilustración recogería ese grito para reforzar el empeño de quienes, a lo largo de la historia, optaron por ser soberanos de sí mismos, superando fabulaciones y engaños con los que se les pretendió dominar. El filósofo Immanuel Kant asumiría también la exhortación del escritor romano y nos animó a conquistar la autonomía de pensamiento.

En cuanto acabo de indicar, opino que se halla la causa de que determinados grupos se disputen con ahínco la educación de la sociedad. Saben muy bien que, una vez grabado a fuego un sello ideológico en la mente de los hombres, a éstos les será luego costoso romper inercias y buscar nuevos espacios en los que apacentar ideas diferentes de las que se les inculcó siendo niños. En España, además, la educación no ha perseguido formar espíritus críticos, sino dóciles; no ha preparado para inquirir, sino para memorizar; no ha permitido que las gentes descubran hipótesis por sí mismas, sino que cultiven tesis y adoren dogmas. Los que desean controlar la enseñanza conocen lo cómodo que resulta permanecer encerrados de continuo en las mismas teleras doctrinales, liberados del fardo enojoso de pensar y evitando la convulsión que supone, por ejemplo, llegar a la evidencia de que estamos equivocados y debemos hallar nuevos refugios para nuestro pensamiento.

Al esfuerzo que siempre supuso cultivar la mente, se añadieron las amenazas de los que nos aterrorizaron con todas las penas de este mundo y del otro si osábamos emanciparnos. Ellos indicaban los libros que podíamos leer, las barreras ante las que había que pararse y los espacios que debían recorrerse sirviéndonos sólo de la credulidad y de la fe. Era un lavado de cerebro que inmolaba la razón en el altar de una sumisión absoluta. Los conocimientos que se transmitían estaban ya depurados de cualquier error y, aunque fuese un atentado contra la naturaleza humana, padres y maestros debían ahormar las generaciones siguientes de tal modo que no sintieran necesidad de cambios en su ideario. En materia de religión, el dogma venía definido por revelaciones que otros habían disfrutado y, si alguien se atrevía a opinar al margen de lo establecido, los guardianes de la ortodoxia no tardaban en prohibírselo con celo inquisitorial.

Aunque los tiempos han cambiado, considero que el “atrévete a saber” de Kant, de la Ilustración y de Horacio, sigue teniendo vigencia en una época como la actual, entreverada de egoísmos pavorosos. Da pena observar a personas inteligentes, incluso con brillantes títulos universitarios, que son esclavas de las mismas perezas de antaño. Da pena constatar que les basta ocuparse de lo anodino, de lo inmediato o de lo que tiene sólo que ver con aspectos técnicos de la actividad que realizan, pues lo demás continúan rellenándolo con mitos que en nada explican su presencia en la tierra ni el apasionante escenario de galaxias, ideas y seres entre los que les toca ser actores del gran teatro del mundo. Ser actor, no simple decorado, obliga a protagonizar acciones que nadie debe asumir por nosotros. Y el cultivo de la mente es, a mi entender, la principal de esas acciones. Para vivir, basta dejarse arrastrar por los años. Para sentirnos verdaderamente hombres, necesitamos pensar y saber, tener el alma embriagada de curiosidad y estar dispuestos a utilizar la razón hasta donde la razón nos lleve.