Bizcochos borrachos


La histórica marca Hernando cierra sus puertas tras más de un siglo de vida y obra entre nuestras calles, cerrándose la verja de la última confitería tradicional de toda la vida.

Uno de los recuerdos más felices de mi infancia es el de pasear por la calle Mayor de Guadalajara con mis abuelos o mis padres y detenernos en la Confitería Villalba para comprar las denominadas “trenzas” de repostería. Todavía se me hace la boca agua recordando esos paseos familiares con ese delicioso bollo lleno de azúcar que se deshacía si estaba recién hecho. Es más, años después, otros maestros del dulce trataron de imitarlo, pero no era lo mismo. Recordar estos sentimientos da hambre y nostalgia a partes iguales, ya que una parte de mí mismo añora esa cálida sensación familiar endulzada por uno de nuestros productos típicos ya extintos. Aquel niño gordito era muy feliz con una mano manchada de azúcar y la otra con el ascendiente de turno dando la merienda. 

En esta semana, la ciudad de Guadalajara ha despertado con un golpe de realidad. La histórica marca Hernando cierra sus puertas tras más de un siglo de vida y obra entre nuestras calles, cerrándose la verja de la última confitería tradicional de toda la vida. En las últimas décadas,  han plegado velas insignes lugares como La Menorquina, la mencionada Villalba o Campoamor, actualmente reconvertida en bar de moda. Templos de la memoria colectiva alcarreña. Los artesanos del dulce han entregado la cuchara ante la repostería industrial. Tras el fin de semana, no será posible encontrar dulces tradicionales hechos al amor de la lumbre del obrador clásico. Es una auténtica lástima ya que, en el momento que cruzamos nuestras fronteras políticas hacia otras provincias, tenemos tiendas donde se sigue respetando la tradición a las costumbres locales. El cliente acude en masa y se honra la propia intrahistoria ciudadana. De lunes a domingo, un pedazo de esencia local en la mesa. El hambre y la nostalgia invitan a la mesa a la sana envidia comparativa.

Hernando, tras 110 años, cierra sus puertas. Según han manifestado sus gerentes, las razones principales son motivos económicos. Y siendo fríos con el sector, no debe haber sido fácil. La repostería tradicional es un negocio que tiene altos costes de mano de obra (mucho personal artesano) con un sacrificio personal intenso debido a los horarios de producción, así como una elevada inversión inicial para poner en marcha un obrador que permita cubrir la potencial demanda de nuestra ciudad. Si añadimos el precio de una materia prima variable y unos costes energéticos crecientes, tenemos una ecuación difícil de resolver. Es un sector tremendamente complicado que al final deriva en una integración horizontal de servicios de alimentación (por ejemplo, en Madrid el ejemplo más claro puede ser Viena Capellanes con una antigüedad similar a Hernando, pero orientada hacia el catering, las comidas frías, las cafeterías a pie de calle o el envío a domicilio) y que ha sufrido en los últimos años una transformación salvaje. No solo la competencia de marcas o franquicias con excelentes productos sino también nuevos hábitos de vida, con más respeto y cuidado hacia el consumo de azúcar. Entre todos la matamos y ella sola se murió. Detrás de un cierre histórico o un sonido de verja cayendo, hay una razón poderosa económica. Ante todo, mis respetos. Las empresas que duran más de un siglo se cuentan con los dedos de una mano. Días de luto y lágrimas saladas. Quien quiera dulces, que se vaya al pueblo. Una pena.

Esta noticia nos da varios datos de interés para la situación de la economía local. Los primeros indicadores adelantados de 2018 nos anuncian que el consumo está cayendo (2,2% del PIB de aumento en 2019) así como la confianza de los consumidores (valores negativos a día de hoy). También, por desgracia, el centro de Guadalajara sigue perdiendo negocios y valor añadido, no tanto por la gentrificación que sufren otras ciudades, sino por el excesivo precio del suelo y falta de iniciativa pública/privada. Desde estas líneas, es necesario demandar un plan de actuación urgente para el casco histórico de Guadalajara. Porque al camino que vamos, nos quedamos sin casco, sin historia y sin Guadalajara. 

 

Un dato para la reflexión sincera y profunda. En los medios escritos, al ilustrar la noticia, se mencionaba que el obrador del Polígono de Marchamalo de la empresa Hernando fabricaba en torno a trescientos (300) bizcochos borrachos diarios para ofrecer en sus tiendas. Solo 300. Se nos llena la boca diciendo que ese trozo de bollo empapado en azúcar y alcohol es el producto típico de nuestra ciudad (junto con la miel), pero teniendo en cuenta que un gran porcentaje de los mismos han ido destinados a la hostelería y otros tantos se ofrecen gratuitamente en eventos y promoción turística, con una población local de 84.145 almas (Padrón del INE de 2017), queda claro que ni Dios come habitualmente en Guadalajara los tradicionales bizcochos borrachos.  

Tan solo ha transcurrido una generación entre aquel niño gordito (y feliz) que comía trenzas y el actual joven feliz (y gordito) que empieza a echar de menos los bollos caseros, pringosos y deliciosos en envoltorio blanco. Por favor, a todos ustedes, no pierdan sus tradiciones, hagan apología de la gastronomía y del adoquinado de la ciudad, saquen la bandera morada del costumbrismo, llenen de dulces el infante que vive dentro de su alma, no sea que algún día tan solo relacionen los “bizcochos borrachos” con la camiseta azul de la  peña en Ferias o la “miel” con aquella nave tan llamativa al final de Francisco Aritio. 300 Bizcochos Borrachos. Esto es Esparta, digo (aún) Guadalajara.