Bofetón de niñez


Supongo les interesará saber el motivo de estas líneas. Les pongo en escena, hija de 24 años, hace unos días, domingo por la mañana, hora, pasadas las 14:00.

Aviso a navegantes de aguas bravas, el título que se cierne sobre los lectores es un cuento de viejunos, y en efecto, así es, pero si se atreven a continuar, comprobarán que, pese al tiempo trascurrido, todo sigue siendo igual en el XXI, y les voy a poner un ejemplo. 

Con la exactitud de un reloj digital moderno, allá por los 50 tardíos del siglo pasado, sonaba en mi casa de Oviedo, a las 7:30, todos los días, salvo el domingo, el timbrazo de Restituta, recia mujer de pecho suficiente para amamantar a los suyos y unos cuantos más, cuyas madres carecían de combustible bastante para sus guajes, y delegaban en ella la crianza de la época para convertirlos en rechonchos pelayos.

La primera vez que yo abrí la puerta, le dije, buenos días Resti, que es como la llamaban mi madre y mi tata Berta. Tras el bofetón que me pegó, dejando la marca de los cinco dedos en mi cara, lo que colateralmente me produjo un problema adicional al llegar al colegio y tener que tragarme la mofa de mis compis, me espetó que ella no se llamaba Resti sino Restituta. NI que decir tiene que nunca más abrí la puerta a esas horas y me escondía en cualquier lugar de la cocina para no verla, eso sí, con el oído puesto en la distancia para escucharla y ver si repetía con otro/a de la familia la vergüenza a la que me sometió, lo que nunca ocurrió.

Lo que si ocurría todos los días es que nada más abrir la puerta soltaba eso de, a ver, cuanto quieren hoy, y yo escuchaba siempre lo mismo, cuarto y mitad. Sacaba las medidas exactas y vertía la leche exacta en una jarra, recién ordeñadas las vacas, ni una gota más ni una menos, con la nata suficiente para hacer mantequilla o requesón. Cobraba en pesetas, dos reales, y diez céntimos, y se despedía con un gélido hasta mañana, llamando al timbre de enfrente.

Otro día que tenga más espacio les hablaré de Remigio, el carbonero, éste tenía un sentido del humor menos ácido a pesar de la negritud de su cara y su vestimenta. Carbón de la cuenca directo al fogón. Antaño minero de Mieres que siempre iba con la jaula del canario a picar la mina a 2.000 metros bajo tierra, temperatura siempre de verano, mirando de vez en cuando hacia abajo para ver si el grisú, que pesa menos y discurre silenciosamente por los suelos, atacaba primero al pájaro. Si estiraba la pata, había que salir corriendo como alma que lleva el diablo antes de que se produjera la explosión que todos los mineros temen como la peste. Cuando la silicosis empezó a declinar su salud y sus pulmones, decidió seguir en el gremio, pero menos peligroso, y así nunca se le morían sus canarios que imagino trinarían felices hasta que le fallaran sus pulmones, la endémica enfermedad de los que bajan en ascensor al centro de la tierra.

Supongo les interesará saber el motivo de estas líneas. Les pongo en escena, hija de 24 años, hace unos días, domingo por la mañana, hora, pasadas las 14:00. Me adentré en su dormitorio y con voz meliflua le dije en un susurro, “ niña Carmen, que ya han pasado las burritas de leche “, método tradicional para aproximar la leche desde las vaquerías cercanas. Antes, retiré de su alcance cualquier zapatilla u objeto volador para evitar otra Resti moderna que alcanzara mi cara, y abandoné a toda velocidad su habitación evitando así el fuego amigo.

¿Pues saben qué? Cinco minutos después aparece en la cocina con una sonrisa exultante, da un beso a su madre y me espeta, hola padre, mientras me da un beso en la frente. Lo sé, aún no estoy recuperado, mientras su madre levita por los pasillos murmurando que si está embarazada, que si ya ha dejado al novio de toda la vida, que si se ha reconciliado con él, y un largo etcétera que les evito. Añadir, que le dijo a su madre que si precisaba ayuda en la cocina, resultó el mejor final de una mascletá en 24 años. Ponerse a fregar después de comer, el que se empezó a preocupar fui yo, hasta que caí en la cuenta que, Resti, la original, desde el más allá, habría decidido compensar de algún modo su mal humor de antaño.

Han pasado desde el bofetón 60 años, y el rito continúa. De acuerdo, ya no hay Restis ni pesetas. La Resti del XXI se llama Amazon, nombre poco asturiano, todo hay que decirlo, pero llega a tu casa en el tiempo programado, y sobre todo, tiene una ventaja, no hay bofetones, salvo que se te ocurra llamar cara anchoa al repartidor y se repita la historia. En cuanto a las pesetas están desterradas de por vida. Eso sí, todavía quedan en pesetas el equivalente a algo más de 1.500 millones de euros escondidas en recónditos rincones. Eviten buscarlas para no sufrir una decepción al ver lo que les dan a cambio.