Cada cuatro años

01/03/2019 - 20:25 José Ramón Solano

Aún guardo en mi retina las últimas olimpíadas de Río de 2016.

No frunzan el ceño, tranquilos, no pretendo hablar de elecciones, y menos de las que nos esperan este año de gloria, dolor, y agonía a repartir, de las que se escribirán sesudos estudios sobre la locura que se desarrolló exponencialmente en los partidos en su afán de conseguir el poder a cualquier precio, aunque sea de forma antinatura. Me recuerda cuando de niño abordaba partidas de cualquier tipo de juego con pequeñas recompensas para el ganador; si perdía, planteaba apuesta doble, así, sucesivamente hasta que las estadísticas o mi destreza hacían que ganara, y el que perdía hacía el mismo truco y así hasta el infinito; es decir, hasta que dejábamos de jugar porque nadie se hacía con el botín. Años más tarde, el cineasta Stanley Kubrick lo clavó en la peli Teléfono rojo, volamos hacia Moscú, año 64, debíamos estar pensando lo mismo. Debe ser que nuestros representantes políticos y demás jaurías de partidos no cursaron esa asignatura de juventud.

Me voy a remontar a tiempos de antes de Cristo, lugar, la Ciudad de Olimpia, donde durante varios siglos se celebraron de forma más o menos periódica competiciones deportivas entre los griegos que pugnaban por obtener la gloria eterna, sin más premio que una corona compuesta de ramas de olivo. Más de dos milenios después y gracias al carácter visionario del francés Barón de Coubertin, se celebraron en 1896 en Atenas los primeros Juegos de la época moderna, sin más interrupciones que en 1916, 1940 y 1944 debidas a las guerras mundiales.

El mismo origen griego tiene la última prueba de las olimpíadas, la maratón, distancia     de 42,5  Kms, cuyo origen atribuye la leyenda al soldado griego Filípides que corrió desde la llanura de Maratón hasta Atenas para comunicar la victoria sobre las tropas persas falleciendo tras dar la buena nueva.

Volviendo al presente, aún guardo en mi retina las últimas olimpíadas de Río de 2016, y los logros conseguidos por las/los atletas. Más no estoy escribiendo esto para resaltar las gestas de los Phelps, Bolt o Belmonte, sino para los Juegos Paralímpicos que se celebran desde 1960, y están destinados a personas con discapacidades físicas, mentales y/o sensoriales, como amputaciones, ceguera, parálisis cerebral y deficiencias intelectuales. Cada discapacidad es dividida hasta en diez categorías. Las categorías son discapacidad de potencia muscular, rango de movimiento pasivo, deficiencia en alguno o varios miembros, corta estatura, hipertonía, ataxia, atetosis, discapacidad visual y discapacidad intelectual.

 Sólo dos ejemplos. El primero, Marieke Vervoort, atleta de 27 años, tres medallas, la última, plata, en Brasil, tras la cual abandonó la competición. Tiene la mitad inferior del cuerpo paralizado, una visión reducida al 20%, dolores que le impiden dormir durante largas noches, y ha firmado los papeles para la eutanasia, legal en Bélgica. Ahora, rodeada de los suyos, barrunta con lentitud lejos de las velocidades olímpicas, el momento en que de forma voluntaria emprenda su mayor sueño definitivo del que no despertará, y que sólo ocurrirá cuando el dolor supere los límites de una super mujer.

El otro ejemplo, este local, Teresa Perales, zaragozana, 44 años, perdió la movilidad desde la cintura hasta los pies a causa de una neuropatía en 1995. No sabía nadar. Desde entonces hasta Río ha acumulado 26 medallas, 7 oros, 9 platas y 10 bronces, y ha batido seis records del mundo. Cuando nada no mueve las piernas, son un peso que arrastrar, cuando gira no puede apoyarse en ellas para coger impulso, pero cuando pone en marcha el torbellino de sus brazos ni una sirena avezada la supera.

Si un atleta con plenas capacidades físicas ya es digno de admiración por su superación y esfuerzo, qué podemos decir de los que tienen algún tipo de minusvalía. Estos últimos, primero tienen que dejar de lado sus deficiencias, congénitas o sobrevenidas, dar el salto para renunciar a ser unos dependientes, negociar su propia autonomía, y mostrar al mundo entero que la férrea voluntad es el ADN de los seres humanos, sin distinción.

Por ello no alcanzo a entender las razones de que las recompensas nacionales para las preseas sean del siguiente tenor: Oro Olímpicos 90.000 €, Oro Paralímpicos 30.000 €; Plata Olímpicos 48.000 €, Plata Paralímpicos 15.000 €; Bronce Olímpicos 30.000 €, Bronce Paralímpicos                    9.000 €.

Debe ser que las coronas de ramas de olivo de los Paralímpicos no proceden de los mismos campos oliveros.