Caen las hojas y caen los años

01/10/2010 - 09:45 Hemeroteca

PUNTO DE VISTA
Santiago L. Castillo - Periodista
El tiempo se va en cuentas de rosario de vellón y con las hojas muertas del otoño. Suena oxidado el violín nostálgico y el gentío se zambulle en la falsa alegría.
Es mejor morir de un pedo etílico que vivir a contra-reloj marcado por los filósofos de la muerte. Pero, por encima de todo, este tiempo postrero ha de ser de paz y armonía y lleno de recuerdos. No es comparable -permítaseme la disgregación- la Navidad de la niñez (ilusión, sueño, fantasía) con la Natividad presente y futura, a base de un Cristo relativista en el portal de la Alianza para las Civilizaciones.
De todas formas, la letra y música han de discurrir por el pentagrama de la armonía y con unos villancicos arrancados a lágrima batiente para concluir, felizmente, con la marcha Radetzky en la Ópera de Viena.
Son, en efecto, fechas nostálgicas, pero también de balances, de resúmenes, propósitos de enmienda mas sin decir los pecados al confesor (yo tampoco). El hombre no reconoce nada. Nada de lo malo. Y acumula mucha farsa a lo políticamente correcto. Las auditorías se hacen con premeditación y alevosía porque tapujan los desmanes de quienes les pagan. Y luego viene lo que viene, tal que el estafador Madoff. En España, el Tribunal de Cuentas, por su parte, es un supuesto fiscalizador de caudales públicos de cara a la galería. Se hace el sueco en el reparto de los gastos del Estado para los ricos, banqueros, bodas y banquetes, pero el Fisco la emprende a dentelladas contra los menos pudientes, que somos casi todos.
Y en esas -vengan y vayan dineros- andan estos días el Gobierno y las Comunidades Autónomas. En busca del arca perdida; o, lo que es lo mismo, la financiación de los reinos taifas, anteponiendo los intereses de un partido -el socialista, en este caso, y cada vez menos español- a los generales de la nación, orillando el principio fundamental que debiera presidir la política comunitaria: compensar los desequilibrios territoriales. Pero cá. Aquí estamos para lo que estamos. Para llevárnoslo crudo. Forrarnos por arriba y por abajo. Eso sí, con buenos propósitos -y memos talantes- porque estamos en Navidad, y hay que entrar en el año con los mejores propósitos. A saber: deshinchar esos kilos con que nos obsequia el amigo Michelín; invertir en el cambio climático, el gran negocio de gora, Gore, cara dura; o reconciliarte con tus indeseables vecinos, afectivos, desafectitos, raritos…, esa ralea que nos persigue.
La Navidad, sin duda, es algo que se construye con los adobes del recuerdo. Caen las hojas tintadas de yodo y caen los años y no nos volveremos a ver más. En el hospital, la cárcel, el exilio o la comuna se percibe la soledad. Que no es tan mala porque es vivificante y nutritiva. Como diría mi inolvidable amigo Cela: “El hombre trata de ser bueno una vez al año, por Navidad. Pero mi perro lo es siempre y sin proponérselo”.
Vaya desde aquí mi afecto a los lectores que me aguantan semana tras semana, con el generoso lametón de mi inseparable golden “Niebla”, a quien le dedico mi última novela, “Las aliagas”.

PD.- Lamento que en estas noches de Paz 6.000 niños hayan sido reclutados como soldados en el conflicto sudanés de Darfur. (En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna…).