Cambios en Hispanoamérica
01/10/2010 - 09:45
Adolfo Yáñez - Madrid
Desde hace algún tiempo, Hispanoamérica se repliega sobre sí misma y mira cada vez menos hacia ese prepotente Gran Hermano que tuvo siempre en los Estados Unidos.
Tampoco se fija ya demasiado en Europa, ahora entretenida en sacar adelante sus propias contradicciones. Harta de esperar, harta de dictaduras como las que padeció en los años 70 y 80 y harta de ineficaces gobiernos neoliberales, Hispanoamérica ha comenzado a dotarse de líderes con perfiles atípicos y muy diferentes entre ellos, pero que parecen coincidir en el común empeño de abrir caminos políticos nuevos para sus respectivos países. El último en llegar al poder, hace sólo escasos días, ha sido Fernando Lugo, antiguo obispo católico y actual presidente de Paraguay. Se une a personajes como Hugo Chávez en Venezuela, Cristina Kirchner en Argentina, Lula da Silva en Brasil, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, Michelle Bachelet en Chile o Tabaré Vázquez en Uruguay.
Aquí, en España, hay quienes observan con reticencia a esos hombres y mujeres que, sin embargo, han obtenido en las urnas el desempeño de sus funciones. Evidenciando el discutible espíritu democrático que anima a ciertos creadores de opinión, se les ha acusado desde el primer momento de lindezas tales como cocaleros a rayas, gorilas rojos o barbaridades similares. Juzgaremos mejor o peor el estilo populista y ampuloso de alguno de estos dirigentes, pero la legitimidad con la que actúan es tan sólida como la de otros líderes con cuyo perfil nos identifiquemos más. Y creo que, antes de emitir sobre ellos un juicio definitivo, merecen una oportunidad. ¿No la merece el prudente Lula da Silva, nacido en una favela, y que en el discurso de investidura manifestó como principal anhelo programático su deseo de conseguir que cualquier brasileño pueda llegar a comer, al menos, dos veces al día? ¿No la merece un hombre como Fernando Lugo, buscando cambios en Paraguay que no aprovechen a una sola persona, a un grupo o a un partido político, sino al país entero? ¿No la merecen gentes a las que se les ha podido acusar de todo, salvo de corruptos, en naciones que ostentan la triste característica de llevar la corrupción pegada a la piel de su historia?
Opino que cada vez son más numerosos los pueblos que se niegan a que nadie les atiborre el cerebro con ideologías de no importa qué naturaleza. Lo que los pueblos del siglo XXI quieren es desarrollo económico, trabajo, cultura, honestidad pública y bienes sociales que mejoren la existencia de cada ciudadano. Para conseguir esto, bienvenidos sean los dirigentes atípicos, los que se niegan a ser sátrapas de potencias extranjeras, los que nacieron en una favela o los que se cansaron de predicar desde los púlpitos y, tras superar mil zancadillas por parte de aquéllos que siempre tienen a Dios de su lado, se bajaron a la calle, se arremangaron y se pusieron a trabajar en beneficio de seres permanentemente olvidados de Dios y de los hombres.
Aquí, en España, hay quienes observan con reticencia a esos hombres y mujeres que, sin embargo, han obtenido en las urnas el desempeño de sus funciones. Evidenciando el discutible espíritu democrático que anima a ciertos creadores de opinión, se les ha acusado desde el primer momento de lindezas tales como cocaleros a rayas, gorilas rojos o barbaridades similares. Juzgaremos mejor o peor el estilo populista y ampuloso de alguno de estos dirigentes, pero la legitimidad con la que actúan es tan sólida como la de otros líderes con cuyo perfil nos identifiquemos más. Y creo que, antes de emitir sobre ellos un juicio definitivo, merecen una oportunidad. ¿No la merece el prudente Lula da Silva, nacido en una favela, y que en el discurso de investidura manifestó como principal anhelo programático su deseo de conseguir que cualquier brasileño pueda llegar a comer, al menos, dos veces al día? ¿No la merece un hombre como Fernando Lugo, buscando cambios en Paraguay que no aprovechen a una sola persona, a un grupo o a un partido político, sino al país entero? ¿No la merecen gentes a las que se les ha podido acusar de todo, salvo de corruptos, en naciones que ostentan la triste característica de llevar la corrupción pegada a la piel de su historia?
Opino que cada vez son más numerosos los pueblos que se niegan a que nadie les atiborre el cerebro con ideologías de no importa qué naturaleza. Lo que los pueblos del siglo XXI quieren es desarrollo económico, trabajo, cultura, honestidad pública y bienes sociales que mejoren la existencia de cada ciudadano. Para conseguir esto, bienvenidos sean los dirigentes atípicos, los que se niegan a ser sátrapas de potencias extranjeras, los que nacieron en una favela o los que se cansaron de predicar desde los púlpitos y, tras superar mil zancadillas por parte de aquéllos que siempre tienen a Dios de su lado, se bajaron a la calle, se arremangaron y se pusieron a trabajar en beneficio de seres permanentemente olvidados de Dios y de los hombres.