Carnaval

01/03/2019 - 20:14 Jesús de Andrés

 No hay héroes ni grandeza: hay ira, excitación y un irracional apasionamiento trufado de ideología. 

Gracias al cambio climático, posiblemente Max Estrella no hubiera muerto de frío en la puerta de su casa. Y gracias al desarrollo económico es seguro que no hubiera pasado el hambre que pasó. Madrid, crisol de España, sigue siendo un siglo después una ciudad absurda y brillante, aunque saciada de casi todo. La prensa digital y las redes sociales son nuestro particular Callejón del Gato, que nos devuelve la imagen distorsionada de nosotros mismos, que deforma la realidad hasta hacerla irreconocible. A ello contribuyen la mentira institucionalizada, el todo vale de cara a la cuaresma electoral que se nos ha echado encima. Políticos que mienten a sabiendas de que mienten –y probablemente a sabiendas de que sabemos que mienten–, periodistas opinólogos que retuercen la verdad para intentar convencer y no informar, ciudadanos que por toda la piel de toro se dejan movilizar para defender con furia y vehemencia la impostura que lentamente les ha sido inoculada.

Hoy, como ayer, por más que algunos –muchos– se empeñen, la tragedia se ve superada por la farsa. No hay héroes ni grandeza: hay ira, excitación y un irracional apasionamiento trufado de ideología. Nadie escucha en los debates, nadie quiere oír ni leer argumentos que lo contraríen. Ninguna disonancia, nada que perturbe nuestros principios (por más que se sustituyan cada poco tiempo). Ni tan siquiera, pese a los esfuerzos, hay comedia. Ojalá la hubiera. Al contrario, el sentido del humor está penado. Y la farsa, como proceso simbólico que es, no incita a la risa sino a la reflexión, mueve a la vergüenza. Cuántas veces hemos oído decir en los últimos tiempos que hace falta un Berlanga que nos retrate. No está mal reírse de uno mismo, es signo de inteligencia y salud mental, pero más allá de la carcajada, a la que somos tan dados, España necesita otra terapia. La caricatura, como la parodia, puede explicar muchas cosas y nos sirve de válvula de escape, qué duda cabe. La batalla, sin embargo, requiere otras armas. Valga la paradoja, hay que combatir el enfrentamiento. Hay que normalizar el respeto. A la verdad, a las normas y a los otros. Hay que desterrar el odio, dejar de ser ese trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín, que decía Machado. 

En un país donde los telediarios son un espectáculo obsceno de sucesos, tribunales y fútbol es necesario normalizar lo positivo, fomentar la cultura y la educación, desarrollar nuestro potencial, que es mucho. Frente a una realidad que, analizada en profundidad, se mueve entre lo grotesco y lo ridículo, debemos anteponer el talento y la razón. Que el esperpento quede recluido en los libros de Valle-Inclán. Que tras el carnaval no lleguen de nuevo las máscaras, que desaparezcan para siempre.