Cataluña en Andalucía
01/10/2010 - 09:45
Antonio Papell
El lunes pasado y pido disculpas por la referencia personal- me sorprendió desagradablemente la reacción airada de un contertulio reputadamente conservador al refutar en un debate televisado mis tesis comprensivas hacia la propuesta de Manuel Chaves incluida en el programa socialista andaluz de que la lengua catalana sea impartida y pueda ser estudiada en las escuelas oficiales de idiomas de su comunidad autónoma.
Ante el gran altercado que ha suscitado este asunto y ante las críticas desaforadas del PP andaluz encabezado por Javier Arenas, lo de menos es ya la propuesta misma, cuya conflictividad objetiva es por cierto bien escasa: en Madrid, donde gobierna el Partido Popular bajo la batuta de Esperanza Aguirre, se imparten con toda naturalidad y como es lógico todas las lenguas periféricas catalán, vasco y gallego- en las escuelas oficiales de idiomas. Lo realmente grave de esta polémica es la respuesta desaforada, excesiva, cargada de rencores hacia Cataluña y lo catalán que ha recibido la idea en el ámbito de la derecha andaluza. Una respuesta innecesariamente agria hacia una lengua que, como se ha recordado en esta ocasión, es más fácil de estudiar en las universidades alemanas o británicas que españolas. Sólo hay cátedra de filología catalana en 11 universidades españolas frente a las 27 alemanas, las 23 británicas, las 19 norteamericanas, las 18 italianas o las 17 francesas.
La tesis de mi contradictor en la mencionada tertulia era retorcida pero simple: el socialismo andaluz humilla a sus ciudadanos al enseñarles catalán para que, al emigrar a Cataluña, no sean postergados por el desconocimiento del catalán, lo que abonaría esta inicua marginación que, supuestamente, sufren en Cataluña quienes no dominan la lengua vernácula. Es tan inane el argumento que no merece respuesta. Sí, en cambio, es necesario reafirmar las veces que haga falta que a) el catalán es la lengua materna de los catalanes, un hecho que ha de conciliarse con la inobjetable cooficialidad, y b) no existe un conflicto lingüístico en Cataluña aunque algunos se empeñen en encontrarlo.
Dicho esto, hay que reconocer con amargura que hay en un amplio sector de la sociedad española franca catalanofobia, que tenía razón Pujol cuando en una entrevista a María Antonia Iglesias publicada el pasado agosto aseguraba que persistía hacia Cataluña aquella enemistad que ya en el XVII manifestaba Quevedo: "en tanto en Cataluña quede un solo catalán y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra"... No es bueno sin embargo abonar victimismos ante un problema que, de una vez, ha de ser acometido con racionalidad.
El anticatalanismo existe y está muy extendido en España, pero hay que afirmar acto seguido que la política catalana ha hecho muy poco en los últimos tiempos para reducirlo y aun eliminarlo. Más bien al contrario. Y esta tesis no apunta a los desafueros verbales de ERC, un partido después de todo independentista, ni a los excesos de CiU, cuyo nacionalismo ha de competir con el de ERC, sino a la actitud insidiosa de personalidades como Pasqual Maragall, que, desde plataformas ideológicas pertenecientes a la estructura estatal de partidos, han mantenido actitudes claramente cicateras e incompatibles con una visión generosa y magnánima de los equilibrios internos del Estado español. La exigencia insistente y reiterada de las balanzas fiscales por parte de quien era presidente de Cataluña para tratar de demostrar que los catalanes habían sido exprimidos en exceso para redimir a los extremeños y a los andaluces, así como el tono desabrido y hasta despreciativo de éste y de semejantes discursos, han abonado la secular incomprensión, han abierto nuevas grietas en ese amplio istmo que vincula a Cataluña con el resto de España.
La negociación de la reforma del estatuto catalán, llevada a cabo mientras se producía un choque explosivo entre nacionalismos el del Aznar ensoberbecido del 2003 y el termeroso e introspectivo del pospujolismo- que dio lugar en Cataluña al inaceptable Pacto del Tinell que consagraba exclusiones y antipatías peligrosas, ha dejado como puede verse secuelas muy serias en el sistema de relaciones internas de este país, que ya estaba afectado por la pervivencia de antiguos tópicos, de arcaicas rivalidades, de fracturas enquistadas por causas políticas y culturales subrepticias.
Es claro, pues, que hemos de luchar por abatir estos obstáculos, por recomponer las relaciones y por provocar todos los reencuentros. Algo que no se conseguirá si permitimos que cualquier gesto de simpatía y reconciliación, como la propuesta lingüística andaluza, sea inmediatamente atribuido a una dejación claudicante y no a un admirable rapto de magnanimidad.
La tesis de mi contradictor en la mencionada tertulia era retorcida pero simple: el socialismo andaluz humilla a sus ciudadanos al enseñarles catalán para que, al emigrar a Cataluña, no sean postergados por el desconocimiento del catalán, lo que abonaría esta inicua marginación que, supuestamente, sufren en Cataluña quienes no dominan la lengua vernácula. Es tan inane el argumento que no merece respuesta. Sí, en cambio, es necesario reafirmar las veces que haga falta que a) el catalán es la lengua materna de los catalanes, un hecho que ha de conciliarse con la inobjetable cooficialidad, y b) no existe un conflicto lingüístico en Cataluña aunque algunos se empeñen en encontrarlo.
Dicho esto, hay que reconocer con amargura que hay en un amplio sector de la sociedad española franca catalanofobia, que tenía razón Pujol cuando en una entrevista a María Antonia Iglesias publicada el pasado agosto aseguraba que persistía hacia Cataluña aquella enemistad que ya en el XVII manifestaba Quevedo: "en tanto en Cataluña quede un solo catalán y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra"... No es bueno sin embargo abonar victimismos ante un problema que, de una vez, ha de ser acometido con racionalidad.
El anticatalanismo existe y está muy extendido en España, pero hay que afirmar acto seguido que la política catalana ha hecho muy poco en los últimos tiempos para reducirlo y aun eliminarlo. Más bien al contrario. Y esta tesis no apunta a los desafueros verbales de ERC, un partido después de todo independentista, ni a los excesos de CiU, cuyo nacionalismo ha de competir con el de ERC, sino a la actitud insidiosa de personalidades como Pasqual Maragall, que, desde plataformas ideológicas pertenecientes a la estructura estatal de partidos, han mantenido actitudes claramente cicateras e incompatibles con una visión generosa y magnánima de los equilibrios internos del Estado español. La exigencia insistente y reiterada de las balanzas fiscales por parte de quien era presidente de Cataluña para tratar de demostrar que los catalanes habían sido exprimidos en exceso para redimir a los extremeños y a los andaluces, así como el tono desabrido y hasta despreciativo de éste y de semejantes discursos, han abonado la secular incomprensión, han abierto nuevas grietas en ese amplio istmo que vincula a Cataluña con el resto de España.
La negociación de la reforma del estatuto catalán, llevada a cabo mientras se producía un choque explosivo entre nacionalismos el del Aznar ensoberbecido del 2003 y el termeroso e introspectivo del pospujolismo- que dio lugar en Cataluña al inaceptable Pacto del Tinell que consagraba exclusiones y antipatías peligrosas, ha dejado como puede verse secuelas muy serias en el sistema de relaciones internas de este país, que ya estaba afectado por la pervivencia de antiguos tópicos, de arcaicas rivalidades, de fracturas enquistadas por causas políticas y culturales subrepticias.
Es claro, pues, que hemos de luchar por abatir estos obstáculos, por recomponer las relaciones y por provocar todos los reencuentros. Algo que no se conseguirá si permitimos que cualquier gesto de simpatía y reconciliación, como la propuesta lingüística andaluza, sea inmediatamente atribuido a una dejación claudicante y no a un admirable rapto de magnanimidad.