Cela, convecino y amigo

28/01/2016 - 23:00 Luis Monje

Así me nombró a mí, en una de sus colaboraciones dominicales en color en ABC en la que comentaba una crónica mía en ese periódico. Y en cierta manera amigo era de él al cabo de las numerosas entrevistas que le hice, una de ellas recogida en mi libro Alcarreños de la Transición La primera fue en un hotel de Horche,en febrero de 1989, meses antes del Nóbel, donde se recuperaba de una operación quirúrgica. Allí me presentó a Marina como su secretaria, a la que luego volví a saludar en el chalé de El Clavín con motivo de otra entrevista. Y fue ella la que nos bajó a Cela y a mí en coche a Guadalajara, ella al volante y nosotros en el asiento de atrás. Desde Mallorca me pidió por teléfono que le enviara para su Fundación en Iria Flavia el original de la caricatura que mi hijo Luis le publicó en Nueva Alcarria trajeado como pregonero rural de las fiestas de Cifuentes. Acompañé a Cela en varios tramos de su segundo viaje a la Alcarria en 1985 como enviado de nuestro periódico y fui pasajero del Rolls-Roy que conducía Oteliña, la choferesa negra. Volvimos mi mujer y yo a comer en Hueva con Cela, su primera esposa y una hermana, con motivo de un homenaje y allí fue la primera vez que desveló a un periodista que había empezado su Mazurca para dos muertos que tardó casi diez años en terminar. Le acompañé en Trillo en su intento de sobrevolar las Tetas de Viana, y apoyándose en mi hombro caminó casi un kilómetro por la senda de una inclinada ladera al tomar tierra aguas abajo del Tajo. Y en fin, le dediqué una emotiva despedida en estas páginas y en ABC cuando murió en enero de 2002. Estas son, escuetamente expuestas, las razones por las que creo tener derecho a llamar a Cela amigo, además de admirador. Y al recordarle en el centenario de su nacimiento, quiero aprovechar la ocasión para insistir, porque muchos tienen una imagen equivocada de él, en que Cela no era grosero ni maleducado, sino todo lo contrario: cordial y educado, que muy difícilmente incurriría en groserías con nadie. Eso sí, su conversación no era para novicias, y era impensable que alguien le pudiera tomar el pelo. Llamaba a las cosas por su nombre por malsonante que pareciera. En su conversación había siempre su pizca de guasa y de cachondeo, por lo que no era fácil saber cuando hablaba en broma y para la galería y cuando lo hacía en serio. Era una fuente inagotable de chistes, anécdotas, sucedidos y chascarrillos. Era el primero que se reía de sí mismo y de las flaquezas y servidumbres humanas con mención expresa de las más serviles fisiologías.