Cela en su centenario
Al hilo del centenario de su nacimiento es momento no sólo de volver la vista al escritor y a la persona, sino de reivindicar ese puñado de libros que forman parte de nuestra literatura.
"No, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”. Así, con este inicio contundente, rotundo, que forma parte de la historia de la literatura universal, Camilo José Cela irrumpió en 1942 en la escena literaria de postguerra, un páramo frío y gris en el que no tardaría en destacar gracias a su genio como escritor y a su incontenible personalidad.
Tras La familia de Pascual Duarte, su primera novela, publicada con apenas veintiséis años y referente del denominado “tremendismo”, narrativa de trama rural que reflejó la brutalidad, la incultura y el desamparo social de un medio, el del campo español, abandonado a su suerte, llegarían otros libros, entre los que destacaron Viaje a la Alcarria y La colmena, que le permitirían afirmar apenas diez años después, en 1952: “Me considero el más importante novelista español desde el 98, y me espanta el considerar lo fácil que me resultó”. Inmodestia aparte, le sobraba razón.
Si con su Viaje a la Alcarria (1946) resurgió la literatura de viajes, con La colmena (1951), publicada en Buenos Aires al ser prohibida por la censura, abrió paso a la crónica social en una novela colectiva en la que sus más de trescientos personajes representaban no sólo a la ciudad de Madrid sino a la sociedad del primer franquismo, una España en la que el hambre, el miedo, la picaresca y la corrupción campaban a sus anchas.
No quedaron ahí sus méritos literarios ya que en las décadas siguientes publicó, junto a algunos libros totalmente prescindibles, algunas destacadas obras maestras. San Camilo 1936, publicada en 1969, en pleno desarrollismo, amén de su indudable calidad, puso sobre la mesa las culpas compartidas en la guerra civil. Junto a novelas como Cinco horas con Mario (1966), de Miguel Delibes, u obras como El tragaluz (1967), de Antonio Buero Vallejo, de quien también celebramos este año el centenario de su nacimiento, San Camilo 1936 supo conectar en clave autobiográfica las preocupaciones de la generación de la postguerra con los nuevos vientos narrativos. En ese momento, además, su estilo estaba totalmente definido, un estilo propio, costumbrista y anecdótico, árido y lírico por momentos. En Mazurca para dos muertos (1983) culminó su evolución novelística articulando, bajo una estructura convencional, una narración de inspiración gallega con aires de realismo mágico.
Cuando en 1989 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura, los méritos acumulados eran sobrados. Había conseguido ser, efectivamente, el novelista español más importante del siglo XX y su obra y figura habían trascendido las fronteras de nuestro país. No obstante, la laboriosa construcción del personaje, a la que tanto tiempo y esfuerzo dedicó, interfirió en su reconocimiento nacional hasta el punto de que, para buena parte de la opinión pública, en particular para aquella que no lo había leído, Cela era una figura a medio camino entre lo extravagante y lo soez, una celebridad rígida y chocarrera a la vez que usaba tacos malsonantes e introducía temas vulgares en las entrevistas que le realizaban, lo cual, hay que aclarar, no era necesariamente mal visto ya que por lo general se aceptaba por lo que tenía de provocador y socarrón. La elaboración de su Diccionario del erotismo (1976) contribuyó a definir este perfil, así como su aparición en diferentes medios de comunicación, en particular en la televisión, en los que, entre otras virtudes, se jactaba de ser capaz de absorber un litro y medio de agua por vía anal.
Si durante el franquismo este perfil le benefició, por el espíritu rompedor que conseguía introducir (no olvidemos que entonces un taco podía ser algo subversivo), conforme se afianzó el sistema democrático, y sobre todo a partir de la peripecia vital que supuso su segundo matrimonio, su personaje derivó, a su pesar, en otro, protagonista en este caso de la prensa rosa. Además, sus indisimuladas preferencias políticas acabaron, en un país cainita como el nuestro, en el que todo lo tiñe la ideología, etiquetándolo para bien y para mal. Tratado de forma mezquina por unos y monopolizado por otros, no fuimos capaces de compartir el orgullo de contar con un Nobel español. El trato otorgado a Cela por los gobiernos de la época en que le fue concedido el premio, negándole el pan y la sal (además del Premio Cervantes), o la imagen de unos ministros pugnando con su hijo por llevar su féretro en su entierro son ejemplos claros de ello.
Al hilo del centenario de su nacimiento, celebrado el 11 de mayo, es momento no sólo de volver la vista al escritor y a la persona sino de reivindicar ese puñado de libros que forman parte de la historia de nuestra literatura. El curso de verano sobre Cela de la UNED en Guadalajara, que tendrá lugar entre los próximos 27 y 29 de junio, codirigido por Julio Neira y Pedro Aguilar, así como el resto de actividades programadas por la Diputación, se inscribe en ese objetivo.
Ha llegado el momento de hacer realidad el vaticinio de otro Nobel, José Saramago, recogido por Francisco García Marquina en su impresionante Cela. Retrato de un Nobel (cuya magnífica biografía, la mejor hasta ahora, se equipara a realizada por Maurizio Serra sobre Curzio Malaparte): “Dentro de veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años las rencillas estarán olvidadas y sólo quedará su obra. La obra de un gran, irrepetible escritor”.