Centenarios

24/06/2013 - 00:00 Luis Monje Ciruelo

  
  
 
  Cada vez son más, y en mejores condiciones, las personas que llegan a centenarias. Se ve que eso de vivir mucho es una costumbre que le encanta a la gente, por lo que cada cual se apaña para prolongar su ancianidad. Cuentan para ello (contamos) con la ayuda impagable de la Medicina. Sin embargo, llegar a centenario no debe de ser nunca un objetivo sino un medio para disfrutar de la vida hasta el final con todos los sentidos despiertos. Porque si no es así, si sólo se vive a medias, no merece la pena esforzarse. Quien cumple cien años suele ser mirado con respeto, pero también con pena cuando los achaques le impiden gozar plenamente de sus últimos años. Y siempre se piensa también en los familiares que los atienden. Es éste un tema que preocupa muy poco a los jóvenes, y aun a los menos jóvenes, aunque su perspectiva cambia cuando se aproxima la jubilación. Digo que a las personas centenarias se les mira con respeto, pero es lo que me sucede a mí también con los árboles, aunque en su caso cien años es poco. Un árbol de cien años no llama casi la atención, porque alguna especie hay que a esa edad está todavía en la juventud. Yo me fijo mucho en los árboles corpulentos, que son los que dan categoría a los parques. En Guadalajara abundan troncos que no pueden abarcar dos hombres cogidos de la mano. Frente a mi terraza tengo sendos pinos y un castaño de Indias que superan los treinta metros de altura. Y de vez en cuando pienso al verlos en las muchas generaciones que a su sombra han vivido y paseado. Es el caso de algunos gruesos olmos de las plazas de los pueblos, hoy desaparecidos por la grafiosis. En Pareja aun resiste su olma, de unos 500 años. En Milmarcos había dos olmos varias veces centenarios. El más viejo fue plantado pocos años después de haber escrito Cervantes el Quijote. Y el otro, cien años más tarde. No había duda porque las fechas están grabadas en el muro de la iglesia. Pero aún me hacen pensar más los robles y encinas de enormes troncos y gruesas ramas que crecen en nuestros montes sin que nadie se detenga para admirarlos, porque nadie pasa por allí. Y sin que ahora sirva para nada su dura madera, pues las modernas técnicas de construcción la ha marginado. No puedo dejar de citar aquí el olivo milenario de Puebla de Valles trasplantado desde la ribera del Jarama a la Plaza de la Iglesia, hoy motivo de admiración turística. Ahora es un olivo urbano, después de tantos siglos olvidado en la Serranía.