Se celebró la jornada de aniversario de la Constitución con las presencias y las ausencias ya casi habituales en el tradicional acto en el Congreso de los Diputados. Claro que la situación, esta vez, no era la misma que en los otros treinta y un aniversarios; creo que he asistido a todos los actos parlamentarios y, francamente, no recuerdo ninguno sujeto a la tensión del actual. Ahí es nada, celebrar la jornada bajo el estado de alarma y tras el fin de semana más tenso que haya vivido la democracia española merced a un grupo de trabajadores privilegiados que osaron echar, injustificadamente, un pulso al Estado. Y que afortunadamente -otra cosa hubiese sido inconcebible- lo han perdido.
Yo diría que también se celebró este aniversario bajo la sensación, cada vez más generalizada, de que hay que reformar algunas leyes --¿y la de huelga?- y, por supuesto, también la Constitución en algunos aspectos no precisamente secundarios. Los políticos, en general, que antes se negaban simplemente a abordar la cuestión porque era "peligroso abrir ese melón", ahora ya aceptan, aunque privadamente -lo comprobé de nuevo en esta recepción-, que algunas reformas al texto de 1978 son necesarias. Incluyendo, desde luego, ese Título VIII dedicado a instaurar el régimen autonómico, pero que difícilmente se sostiene en su literalidad tres décadas después.
No puede olvidarse tampoco que el actual aniversario se celebraba inmediatamente después de unas elecciones catalanas en las que todos los partidos se vieron en la conveniencia de 'olvidar' los debates sobre el Estatut y la sentencia del Tribunal Constitucional, que tanto ruido provocaron no hace, al fin y al cabo, demasiados meses.
Obviamente, esta reforma no se ha llevado a cabo aun porque nadie puede predecir a dónde llevaría la tensión entre los que quieren recortar las atribuciones de las autonomías y quienes, desde algunas de ellas, pretenden exactamente todo lo contrario. Pero va llegando la hora de elevar el vuelo y plantearse, a todas las escalas, que el próximo Gobierno no podrá ejercer su poder como el actual, ni como todos los anteriores.
Si tuviese que apostar, apostaría por un mayor entendimiento entre los dos principales partidos para asumir conjuntamente las enormes reformas que al Estado le hacen falta para seguir siendo fuerte, próspero, cada vez más democrático.
Y una de esas reformas es, obviamente, la de una Constitución que ya se pretendió ajustar en cuestiones puntuales -el Senado, la herencia de la Corona, incluir los nombres de las autonomías, incluir la noción de Europa--, pero ni eso fue posible: la anemia política no daba para tan esforzados trabajos y menos para un pacto de Estado de tal envergadura. Y, así, ni siquiera se ha modificado ese artículo en el que se habla aún del servicio militar obligatorio, derogado desde hace bastantes años.
Obviamente, no era de esto de lo que se hablaba en los corrillos de la recepción de la jornada constitucional. El gran tema, junto a las jugosas filtraciones de WikiLeaks sobre la clase política española, era el estado de alarma y la constitucionalidad -cuestionada por ejemplo por Gaspar Llamazares, el portavoz de Izquierda Unida- de haberlo puesto en marcha. Zapatero, en los corrillos con los medios, se mostró tranquilo y nada autocrítico, justificó no haber aparecido hasta ahora y todo lo aplazó hasta el debate parlamentario del próximo jueves, donde explicará los pasos que llevaron a la solución del conflicto laboral más espectacular y más impopular que hemos conocido los españoles, incluyendo las huelgas generales.