Diablos
El insigne Salvador de Madariaga dejó escrito hace unas décadas (Dios y los españoles) que el diablo circula con más libertad y familiaridad entre los españoles que en ningún otro pueblo, quizá porque le sea más fácil entre nosotros disolverse en la multitud sin tener que disfrazarse.
Aunque huela a azufre y a huevos podridos, como aseguran algunos.
No hace falta esperar a los celtibéricos y carnavalescos Diablos de Luzón son sus máscaras, cencerros y cuernos, para comprobar que los demonios, dioses no reconocidos o fuerzas malignas como los definen algunos mitólogos, siguen campando a sus anchas por territorios y vericuetos hispanos.
La Biblia reconoce que el Diablo -también llamado Satanás- es un espíritu y, como tal, vive en una dimensión espiritual, invisible. O sea, que puede estar donde menos te lo esperes. Hay cristianos que se plantean estas cuestiones cuando su vida espiritual tiene tentaciones. El diablo ataca mucho en el área de los pensamientos, los sentimientos y también de la política, donde surgen los odios, temores, amarguras, venganzas, destituciones…
Hay quien lo ha visto, por ejemplo, detrás del recambio del presidente de Telefónica por un socialista de Illa, y en el elogio monclovita a la gestión de Page tras ser respaldado como líder por los socialistas castellano-manchegos. Algunos ven al maligno siempre del bracete de Ayuso, sobrevolando a Trump, en el retorno del Banco Sabadell a Cataluña, los decretos-cóctel presentados al Congreso, o la incitación a Sánchez del exhomónimo catalán fugado en un maletero para celebrar en Waterloo una cumbre e intercambiar favores.
La política endiablada desborda los medios. Hace de fugaz cortina de humo, aparece y desaparece a la velocidad del rayo hasta otra. Incluso en la España desatendida, mejor que vaciada, como apunta una villelera. De la noche a la mañana se acaba la escuela, la farmacia y posiblemente el bar ¡Demonios!