Dios es humilde
09/12/2012 - 00:00
El Antiguo Testamento nos presenta a un Dios poderoso, eterno, creador. Estos atributos de Dios se manifiestan especialmente en la creación y en el acompañamiento amoroso del Pueblo elegido. El Nuevo Testamento nos ayuda a entender que ese poder de Dios se revela de un modo especial en la resurrección de Jesucristo. Dios es todopoderoso porque resucita a su Hijo de entre los muertos y le devuelve la vida. Pero, el Dios cristiano, el Dios que se ha revelado en la vida y en la obra de Jesús, no sólo muestra su poder resucitándolo al tercer día de entre los muertos, sino a lo largo de toda su existencia. Por eso, los cristianos, al pensar en Dios, hemos de poner nuestra fe y nuestra confianza en un Dios que, además de ser todopoderoso y eterno, se deja afectar por la pobreza y la debilidad propias de su condición humana. Esta experiencia de la debilidad de Dios se hace especialmente patente en el nacimiento de Jesús. En el portal de Belén, Jesús precisa de la protección y de los cuidados de María y de José. Comienza su existencia en Belén y la culmina en la cruz, cumpliendo en todo momento la voluntad del Padre, pero entregado a la voluntad de los hombres. De este modo, el Dios todopoderoso aparece sumido en la impotencia. El Dios eterno se hace hombre mortal como nosotros.
El Dios infinito se muestra afectado por el dolor y el sufrimiento. Es más, necesita los cuidados y las atenciones de los hombres. El Verbo de Dios, al hacerse carne y asumir la condición humana, asume la historia de la humanidad; nuestra historia será su vida. Por eso podrá decir: Lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mi me lo hicisteis (Mt 25, 40). Por lo tanto, al pensar en Dios y al poner nuestra confianza en Él, tenemos que dedicar tiempo a conocerle, a entrar en su intimidad a través de la escucha creyente y orante de su Palabra, pues constatamos con frecuencia que los pensamientos y los caminos de Dios no coinciden con nuestros criterios y pensamientos (Is 55, 8).
Precisamente por esto el seguimiento del Señor requiere y exige de cada uno de nosotros una profunda conversión, un cambio radical del modo de pensar, de vivir y de actuar. Creer en Dios supone siempre la apertura de la mente y del corazón a su Palabra para dejarse iluminar y transformar interiormente por ella. Cuando los cristianos entramos en el misterio de Dios, podemos descubrir que Él, siendo todopoderoso, no tiene miedo en abajarse, humillarse, hacerse pequeño y servidor de todos. Nosotros, por el contrario, que somos pequeños, simples criaturas, queremos ser dioses y ser los primeros.
Durante este tiempo de Adviento, invoquemos a la Santísima Virgen, nuestra Madre, para que nos enseñe a seguir a Jesús, el Dios hecho hombre, por los caminos del amor y de la humildad. De este modo, dejaremos que Dios sea el Omnipotente, podremos superar el orgullo y aprenderemos que el poder de Dios se manifiesta en su humildad.