Eclipse de luna

29/07/2019 - 20:55 Marta Velasco

Así nací y aquí estoy años después, mirando con nostalgia y melancolía aquella casa en la que fuimos tan felices.

La noche del eclipse estuve mucho tiempo asomada a mi balcón. Este balcón es un mirador del cielo desde donde en noches claras se ven todas las estrellas del firmamento, la luna y los planetas más cercanos. Pero era una noche oscura. Lejos, quizá por Las Inviernas o por Miralrío, descargaba una buena tormenta, luces intermitentes, relámpagos y truenos con un ruido de cajas de madera desplomándose. Y aquí, ni rastro de luna. 

Enfrente está la casa donde nací de madrugada, en esa misma fecha del eclipse, hace muchos años. Tras el balcón sellado y en la cama grande de mis abuelos, estaba naciendo yo.  Mi madre sufría acompañada de sus hermanas, las casadas solamente. Dirigía el tío Carlos con sus aparatos de médico brillando en paño blanco sobre la cómoda. Fuera del dormitorio de nacer, toda la casa estaba en movimiento, agua hirviendo y toallas para el parto, botella de Jerez y cigarros para los hombres. Quizá algún bizcocho o azucarillo, pero nada de comer en los alumbramientos. Desde el contiguo cuarto de morirse, mi abuela Antonia pedía noticias tocando la campanilla. Así nací y aquí estoy años después, mirando con nostalgia y melancolía aquella casa en la que fuimos tan felices.

Viendo el tejado maltrecho bajo la noche oscura, la luna eclipsada y encerrada en nubes, pensaba que la casa entera es como un teatro arruinado, un teatro en el que hace un siglo se iluminó un gran escenario donde vivieron nuestros personajes, se fraguaron historias, se amó, se vivió una guerra, se trabajó, se bailó, se cocinaron menús de bodas y postres para once hijos y muchos nietos, y  mi abuela permaneció en cama durante veinte años rezando a la Virgen de los Dolores por sus hijos muertos.

La casa tiene un dormitorio para nacer, un gabinete rosa para morir y un salón para velar a los muertos en morado y oro viejo. Tiene un baño de azulejos añil comido por la parra virgen que entra por el ventanal, una galería para comer en otoño con una luz de uvas, un cuarto del chocolate y, arriba, un desván con libros mordidos por los ratones. En esa casa nacieron los hijos de mi abuela, mi hermana y yo, y ahora  seguimos ahí, callados, todos los que vivimos allí, los que fuimos queridos, los que cruzamos la cancela modernista, subimos la escalera encerada o atajamos por el jardín, entre la sombra verde de la fotinia que plantó mi madre y el abovedado resplandor de la noguera amarillenta y atiborrada de pájaros…Ahí han quedado en nuestro recuerdo todas las personas de mi familia, el abuelo en el despacho y la abuela en su cama del gabinete rosa, en una larga agonía; la tía María pintando, la tía Nena vigilando la trayectoria de los aviones desde la galería, los niños mojándose en el pilón y  la familia entera, los tíos, las primas, las visitas, todos representando nuestro papel,  bien o mal,  en el escenario de nuestra corta y pequeña historia.