Einstein, turista accidental
Andan todos los medios de nivel recordando el viaje a España hace un siglo redondo, de un tal Albert(o) Einstein durante tres surrealistas semanas.
La visita del físico que más ha influido en la historia recibió una atención mediática tan desmedida y populachera como los Beatles en 1965, o en 1969 los astronautas que pisaron por primera vez la Luna.
El flamante Nobel, padre de las teorías de la relatividad, todavía incomprensibles fuera de los ámbitos especializados, llegó en tren desde Marsella a Barcelona. Cuentan las crónicas que nadie acudió a recibirle (dicen que no avisó), vagó con su mujer por la Ramblas y se alojó en una humilde fonda. Luego las fuerzas vivas barcelonesas se desvivieron en atenciones y, seña de la casa, en malmeterle contra la España “incapacitada para la vida moderna, opresora y explotadora de Cataluña”.
Visitó más despacio Madrid y Zaragoza, donde se retrató con una jotera guapetona, para dar unas superbien pagadas conferencias donde no cabía un alfiler. Entre el granado público madrileño figuraban nada menos que Ramón y Cajal, Blas Cabrera, Gregorio Marañón, Ortega y Gasset o el mismísimo Alfonso XIII. Se le entregaron títulos académicos y se le ofreció una cátedra que estuvo quince años esperándole.
La mayoría no tenían ni idea de lo que explicaba. El historiador Thomas Glick recoge que una vendedora de castañas madrileña le gritó: “¡Viva el inventor del automóvil!” La mejor definición de su visita la resume una viñeta cómica en El Sol: “Padre, ¿hay alguien más listo que Einstein?”, a lo que responde el progenitor: “Sí hijo, el que le entiende”.
Incluso hoy, más que al científico genial se conoce al músico, al pacifista, al espiritual, al turista y a la enigmática persona que un día nos sacó la lengua desde un póster. País, que diría Forges.