El augurio de las cigüeñas
El miércoles a mediodía sonó un campanillazo de hielo en la puerta del cementerio. Rafael de las Heras había fallecido. Se había cumplido el augurio de las cigüeñas.
La gente apuntaba al cielo con sus móviles y luego de un flash firmaba las imágenes en la esquina para subirlas a las redes como si hubieran pintado Las Meninas. Las cigüeñas habían formado en los nervios de los tejados eclesiásticos de la ciudad y en las bolas de las almenas catedralicias hacían guardia como si las vigilara el gallo de la torre más fina. No era lo de otros años, donde sólo volaba un escuadrón camino del sur, en búsqueda de un aeropuerto más caliente. Fotos y más fotos, subidas y más subidas y ahí se quedaba todo, sin descifrar el vuelo del prototipo más elegante de las aves, el de mejor diseño, por encima del águila. En su simbolismo, su elegancia y el significado críptico de sus vocales y por ese orden estaba la cosa.
En lo primero en cuanto que icono de la vida humana, de la vida. Cada familia espera en la ventana la llegada de la cigüeña con un hatillo blanco de al menos un pasajero, y así una luna tras otra, hasta que un pico naranja como de madera de Gepetto se anuncia en el cristal y deja casi por sorpresa el recado del cielo; la leyenda, o sea, sobre la que el profesor de Biología explica el origen de la vida cuando toca, sin que el mito prescriba pues qué si no del poeta. El biólogo profesor, pura delicadeza, no quebraba una rama del nido de la cigüeña para juntar células de hombre y mujer –antes del lío de Dolly- de lo cual salía ileso el poeta pues todos cabemos en lo mismo, porque la vida es un compartir bendecido por la elegancia.
La elegancia en el fondo, con el platinado chasis de la naturalidad; la elegancia de la persona yendo y viniendo por las aulas, por la vida, por el palacio del concejo como compromiso con los suyos, por las amistades, por el Teatro Real pero también por los arrabales, por los conocidos y los que aún no, con la cadencia del que lo lleva de cuna sin saberlo ni importarle, al final referencia no ya de alumnos sino de vecinos y aun de amigos, era referencia aquel en quien el fondo y las formas andaban al mismo paso, grave, suelto y sin ensayar, como el de sus primeras pisadas en las naves de la catedral que son las que carácter imprimen.
El simbolismo de su ciencia, de abrir con llave de plata el arca de los conocimientos del origen de la vida, el pasar por el breve mundo con la poca importancia que se dan los elegantes, decimos. Y, en fin, el significado críptico de las vocales de la cigüeña, en el mismo orden que la ciudad de su parada en lo alto y alguna fonda para seguir buscando el sur. Era en septiembre el vuelo de las sigüenzas y nadie descifraba el augurio porque se las retrataba como boliches blancos de bolera, pero nunca antes habían descansado en Santa María, en cuyo tejado giraron todas a una hacia la casa de los impares de la calle Valencia junto al Portal Mayor para decirle adiós, cómo no, desde su parroquia, último homenaje a quien no las había mandado al paro el día que tocaba explicar lo del resultado de la unión los óvulos y los otros.
El miércoles a mediodía sonó un campanillazo de hielo en la puerta del cementerio, como un disparo que en las tapias del último recinto humano de la ciudad ensartó a una el corazón de los mil amigos presentes que tenían cara de cera desde la tarde del martes, cuando los teléfonos empezaron a informar que Rafael de las Heras Muela había fallecido, pidiendo a los suyos que no distrajeran a nadie. Se había cumplido el augurio de las cigüeñas de septiembre. Entonces lo supimos.