El calvario del inocente

01/10/2010 - 09:45 Hemeroteca

El comentario
Rafael Torres Periodista
Podría entenderse que a Diego, el muchacho detenido el martes pasado en Tenerife, la opinión pública le despojara automáticamente de la presunción de inocencia por la radical repugnancia que inspira el maltrato a los niños y por la recurrencia con que éstos se producen.
La primera valoración médica a la víctima, la niña de tres años que fallecería al poco, y la diligencia policial y judicial en arrestarle, parecían dar por sentada su culpabilidad aún antes de efectuarse las más elementales pesquisas forenses y, desde luego, muchísimo antes de instruirse el proceso en el que el acusado hubiera podido defenderse.
Eso, mal que bien, se podría entender, pero lo que de ningún modo puede entenderse, y menos aún admitirse es que un servicio de urgencias esté atendido por un tuercebotas como el que, por confundir un golpe fortuito en un parque infantil con signos de maltrato continuado y un prurito alérgico con quemaduras provocadas, mandó a un inocente al infierno del repudio social y de la tantas veces kafkiana maquinaria de la Justicia. La cara de ese inocente, apabullado por su detención tras llevar al hospital a la niña y no menos por los feroces insultos de los transeúntes, la vieron en los noticiarios de televisión millones de españoles, algunos de los cuales no se habrán enterado aún del desenlace del suceso y conservan la imagen de Diego en la carpeta mental de los violadores y los asesinos.
Ese médico indigno de ostentar el título que le faculta para ejercer la noble profesión si, como parece, erró de forma tan brutal y tan acusatoria en su diagnóstico, es, sin embargo, el primer escalón en la cadena de torpezas que echaron sobre Diego el baldón más infamante. Cuando la niña llegó, tras ser tan pésimamente diagnosticada en el Centro de Salud de El Mojón, al Hospital de la Candelaria, ya se vio allí que el informe que la acompañaba era un puro dislate, pues no se compaginaba con la realidad de las lesiones que, al cabo, acabarían con su vida. El juez, entonces, dispuso los análisis pertinentes para establecer la verdad, pero, entre tanto, Diego era detenido, expuesto a las cámaras y unánimemente condenado por la opinión. ¿No se podía haber esperado esas pocas horas para, en el caso de hallarle sospechoso por el resultado de los análisis, haberle detenido con algún fundamento? ¿Vale tan poco el honor? ¿Y tanto el garabato de un médico al pie de una sarta de disparates?