El cojo de calanda

19/01/2019 - 13:23 Emilio Fernández Galiano

Reclamaron la pierna del cojo, sin darse cuenta de que ya la habían perdido. Más por vergüenza que por dignidad. 

La pugna por la calle, atrezzo que implica la protesta-pataleta pública, es una reliquia que la izquierda conserva como la pierna del cojo de Calanda, aunque su testimonio artístico se conserve en la basílica del Pilar de Zaragoza. Al fin y al cabo,  ya no se queman iglesias, ahora se incendian las fincas de los matadores de toros, que son como los nuevos “curas” de la preguerra civilista. Esa afición de asaltar el cielo es para el sociatímico, no todos los socialistas lo son, la búsqueda del comienzo de la partida, sin darse cuenta de que ya terminó,  y que la perdieron, por más que intenten resarcirse mediante la protesta multitudinaria de  lo que no ganan en las urnas. “Protesta como un rojo lo que no has sabido defender como un demócrata”, en facilona alegoría al cuadro de las lanzas. 

Frente al antiguo Hospital de las Cinco Llagas, que ha consagrado al fin la alternancia en Andalucía, a la presidenta despedida sólo se le ocurrió fletar autobuses, a saber por quién sufragados, para rodear el parlamento. Esto es, inundar la calle por lo que no fueron capaces de inundar con papeletas en la urnas. Reclamaron la pierna del cojo, sin darse cuenta de que ya la habían perdido. Más por vergüenza que por dignidad.

Mi vecino y seguntino Martín Cañamón, perdió una pierna siendo joven en un accidente. Él sí conservó su dignidad, no salió a la calle, no se cabreó con el mundo –que yo sepa, supongo que no fue fácil-. Siguió jugando al futbol, gran guardameta, y arbitrando partidos, siempre respetado. Hoy me lo cruzo frecuentemente y va más recto que yo, a pesar de su muleta y el haberse negado a ponerse nunca una prótesis. Más por dignidad que por vergüenza.

 

Fraga contempló sin resignación que se le escapaba la pierna del liderazgo de la transición y gritó “¡la calle es mía!, mire usted”. Qué manía con que la calle pague las frustraciones/amputaciones de los demás. Con todo, ese error es más de la izquierda –la derecha tiene otros-. En la calles se cambian sus nombres porque no son capaces de asumir su propia historia. A ver cómo en Roma asimilarían su pasado entre Trajano y Tiberio. Me cuentan que pretenden quitar la placa de su casa de Alfonso XII a un insigne científico porque su delito fue ser marqués y militar durante el franquismo, como si hubiera podido escoger cuándo y dónde nació y, al margen de connotaciones políticas, a mucha honra. 

La calle, para el sectarismo más radical de parte de la izquierda, es, paradójicamente, de etiqueta. Clavan la etiqueta en frío, doliendo más que una duda, una reflexión, la marca de una divisa o el acero de Morante. Con el desprecio generalizado por la caza, los toros, la familia tradicional –la que nos libró de la gran crisis-, los colegios concertados o la medicina privada, la de tener hijos en lugar de perros o, simplemente, por pensar de distinta manera respecto a las etiquetas por ellos impuestas. Las calles las inundan de manifestaciones alterando la vida tranquila de los demás, asediando parlamentos o sedes de partidos políticos. O reducen sus accesos para desesperación de los comerciantes. El dinero no es de nadie y la calle tampoco, no vaya a ser que una manzana entera pertenezca al señor conde, como dijo el Perich. A Miguel Pellicer, el cojo de Calanda, la virgen del Pilar le restituyó la pierna. Lástima, ellos no creen en milagros.