El cuete
El cuete, la palabra, el concepto, se ha pervertido anteayer y lo ha encendido una vicepresidenta detrás de un atril. Se trata de otro cuete, no el icono fino de las fiestas populares sino otro como de gran bote de melocotón.
Nos parecía cosa de magia. Éramos niños. Una tabla rasa del tamaño de un palmo con sus dos hembrillas clavadas en línea, que le daban estabilidad a la varilla y dirigían su trayectoria celestial. Esa era toda la infraestructura. Arrimar la punta de un pitillo a la mecha y ya: ascensión inmediata, estela y ruido. Se abría el portón del toril y fuera los toros. O, también, delante de la procesión el cuetero iba repitiendo su automática destreza con la ayuda de un chiquillo que portaba el mazo de los cohetes que quedaban por abandonar la tierra hasta reventar en el azul cinco segundos después, anuncio de que llegaba el santo patrón. Explosión de cohete y fiesta eran todo uno. Y era mucho. Si acaso Gila se permitía alguna licencia y ponía en el mármol a algún imperito al que asesinó su propia ignorancia. El sencillo armazón del cuete, que así se pronuncia en muchos pueblos de Castilla, se desintegraba más bien poco, y si la varilla caía a mano se lucía con el mismo porte que el alcalde de Badajoz lleva la suya. Lo poco era mucho.
El cuete, la palabra, el concepto, se ha pervertido anteayer y lo ha encendido una vicepresidenta detrás de un atril. Se trata de otro cuete, no el icono fino de las fiestas populares sino otro como de gran bote de melocotón, al que van a subirse los poderosos para abandonar la Tierra, aunque está por ver el destino, pero subirán, vaya si subirán pues lo ha dicho una vicepresidenta y una vicepresidenta es una vicepresidenta, que no lo ha anunciado un cualquiera. Cómo sea el cuete tiene también su misterio, que no sería cosa de montarse en cualquier tubo después de que Hergé pintara en rojo y blanco los cuadros del más icónico de los cohetes espaciales en la portada de su “Objetivo la Luna”, todo un presagio que sellaría Neil Armstrong con una suela de rayas el veinte de julio del sesentainueve, quince años después de firmarlo el belga en su mesa de dibujo.
Los ricos disfrutan de excesos sin límite, como meterse en un submarino para ver el Titanic, aunque cumplen con la sagrada misión de que el mundo quede en vilo por saber del pellejo de sus ocupantes, un futuro implosionado como era de prever. Siendo ruta poco aconsejable, se ha cambiado la dirección y han decidido huir del agua y hartarse de aire, igualmente tan poco respirable. Esto lo ha detectado una vicepresidenta del gobierno español y lo ha advertido al mundo de aquí abajo, el del común: los ricos se marchan del planeta en cuete, y nos dejan aquí abajo a la intemperie.
Lo cantó Víctor Manuel: “Eo e, aleluya, pronto viviremos en la Luna”. Los ricos, los poderosos y las poderosas, como siempre, van abriendo esta procesión a propulsión de la cofradía de Santa Yolanda. Amén.