El cumpleaños del Rey

19/01/2013 - 00:00 Emilio Fernández Galiano


 
El Rey ha cumplido 75 tacos reales. Lo hace tras su particular annus horribilis en un momento especialmente delicado para la monarquía española. Desde su acceso al trono, rebasados los 37 años de reinado, nunca antes su imagen y prestigio habían sido tan cuestionados. A nadie se le escapa que, al menos aparentemente, dos han sido los motivos principales de tal desafección: la imputación de su yerno Urdangarín en casos de corrupción y el incidente de su cacería en Botsuana. El primero afecta directamente al prestigio de la Corona, el segundo, sencillamente a su imagen. Pero ambos, combinados caprichosamente en el tiempo, han mermado sin alguna duda la opinión de una parte de los españoles sobre su magna figura. España es un pueblo vulnerable; en pocos países se pasa de un régimen autocrático a otro democrático con tan relativa facilidad y aún menos se acuesta una noche monárquico y amanece republicano.
 
   Las tendencias sociales se propagan como la gripe y tan pronto se ensalza la España de las autonomías como se la denuesta. El descrédito de buena parte de la clase política, la proliferación de los casos de corrupción, el estallido financiero y la desconfianza en la banca, el desprestigio de altos miembros de las principales instituciones del Estado y, en general, la asunción perniciosa de casi dos décadas de feliz prosperidad, con la codicia como principal pecado y el vivir por encima de nuestras posibilidades, rematadas por una ciega y lamentable legislatura, han salpicado colateralmente a la Casa Real que, además, ha vivido en sus propias carnes familiares el estigma del envilecimiento.
 
  No es menos cierto que la severa crisis que nos golpea desde hace más de un lustro, agudiza nuestros defectos y resquebraja la memoria, al fin y al cabo sustento de la coherencia. Y lo digo al hilo de la repentina y reciente moda de poner a parir al rey y, por extensión, a la monarquía. No pretendo utilizar este espacio para hacer una defensa panegírica del jefe del Estado, pues ni soy Trajano ni carezco de la prudencia para reconocer luces y sombras y, al menos, para relativizar el momento y aportar cierta perspectiva, en mi opinión, ahora perdida. Cerca de cumplirse cuatro décadas de monarquía parlamentaria bajo el reinado de quien alguno vaticinó como El Breve, España se ha convertido en una potencia indiscutible; no sólo turística, estandarte al que se enganchaba el anterior régimen, sino industrial (pesquera, automovilística, constructora, eléctrica, textil, telefónica, etc.) y comercial (exportamos más de lo que importamos). La influencia de la marca España, como la llaman ahora y amén de lo deportivo, es infinitamente superior a la de hace un cuarto de siglo.
 
  Las estructuras de las que disfrutamos no tienen comparación internacional y tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. Soy consciente de la escasa oportunidad de resumir estos activos en tiempos como los que atravesamos, pero son una realidad incontestable y que, superados estos tiempos de turbación, volverán a relucir. Lo alcanzado hasta aquí no ha sido producto de la casualidad ni de un inopinado golpe de suerte. Es el resultado de una paciente y tejida red de proyectos, labores y gestiones; en suma, de esfuerzo y trabajo. Pero el mayor de los méritos es cuándo se inicia: después de una transición política compleja pero brillantemente administrada y tras otra de las principales crisis económicas de los últimos tiempos, la del petróleo, en sus dos fases, de principios y finales de los setenta.
 
   El no reconocer la figura del rey como principal valedor en la exitosa aventura, que no era sencilla –incluido el 23 F, que aún hay quien bellacamente manipula su papel- es, cuando menos, injusto. No sólo desde la prudencia y con los límites de actuación que la Constitución le obliga, sino desde su innata habilidad comercial y diplomática para defender los intereses de nuestro país tanto a nivel interno como frente a otras grandes potencias. No es de extrañar que se siga reconociendo a don Juan Carlos como el mejor de nuestros embajadores. Aún con sus aristas, su reinado pasará a la Historia como el más próspero en un ininterrumpido régimen de libertades. Tal cual.
 
  Tampoco es el sitio ahora para explicar las virtudes de una monarquía parlamentaria como forma de Estado. Pero si alguna ventaja se ha obtenido de su independencia partidista, ha sido la de la estabilidad y la unidad del Estado en un país tan centrífugo. No es una casualidad que la amenaza más seria de esa unidad coincida con el descenso de la popularidad del monarca. El nacionalismo catalán ha aprovechado la grieta real para introducir la cuña soberanista, está claro. El hecho obliga a reflexionar sobre quién o quiénes se benefician de una desgastada jefatura del Estado.
 
   Por la misma razón sería conveniente reflexionar sobre la conveniencia de ese desgaste. Pero me repele el oportunismo que ejercen antiguos cortesanos –a pesar de que el monarca huyó siempre de tener corte- que ahora se jactan de vapulearle con viscoso ensañamiento. Me repugna comparar comportamientos de babosos aduladores convertidos hoy en serpientes antiborbón. Desprecio la escasa elegancia en la crítica y el cruel desmembramiento de su figura. Me apena la desmemoria de parte de un colectivo convertido hoy en guerrilla montaraz. Claro, que tampoco ayuda el empeño de algunos en recuperar empalagosamente su reputación. Ha cometido errores. Se han cometido errores. Serios. Pero en lugar de abordarlos frontalmente se ha sacado el pico de la franela. Poco ayudan entrevistas blandas y excesivamente preparadas cuando lo mejor es su espontaneidad.
 
  Tampoco las omisiones evidentes en sus discursos. Se deberían haber tomado decisiones ejemplarizantes, dolorosas, pero necesarias. Tampoco se han manejado bien las informaciones sobre su patrimonio. Muchos hubieran entendido la necesidad de capitalizar una monarquía que llegó con lo puesto y que, desde luego, ha aportado mucho para los intereses de nuestro país en términos de negocio y operaciones empresariales. Contemplo en ocasiones a un monarca dubitativo o excesivamente condicionado, cuando su mejor valedor es él mismo y más cuando está bien asesorado, como con Sabino. El rey es Borbón para lo malo y lo bueno, pero como tal es un casta y le sobra cintura –obviamente en sentido figurado- para reconocer errores y volver al curro, que no es otro que el defender los intereses de España. Y eso, lo hace muy bien. Larga vida al Rey..