El debate, como la legislatura

01/10/2010 - 09:45 Hemeroteca

ANTONIO PAPELL
El primer debate entre Zapatero y Rajoy, los dos aspirantes a ocupar La Moncloa en la próxima legislatura, no se salió ni un ápice del tedioso guión marcado a lo largo de estos cuatro años.
Al margen de valoraciones subjetivas sobre el mayor o menor acierto en el tratamiento de los temas, el candidato a la reelección hizo balance de lo conseguido en el cuatrienio y apuntó sus proyectos de continuidad para el futuro, en tanto el actual líder de la oposición le negó abruptamente el pan y la sal en absolutamente todas las cuestiones, tildándole de mentiroso de varias ocasiones y llegando a la injuria en algún caso como, cuando lo acusó de maltratar a las víctimas del terrorismo. Rajoy se mantuvo en fin encastillado en su discrepancia visceral con respecto a la política antiterrorista, continuó rechazando la reforma territorial en los aspectos en que no ha participado e insistió en el argumento de la inmigración, un asunto que puede permitirle pescar algunos votos en los caladeros de la derecha más conspicua.

Como estaba previsto, ambos líderes, ya muy curtidos y con un buen conocimiento recíproco, plantearon el debate a los puntos, mediante el desgaste persistente del adversario, y por ello mismo resulta difícil responder a la pregunta lineal de quién ganó el debate. Primero, porque habría que preguntarse que significa tal victoria; y, segundo, porque como parece obvio el rédito a que debían aspirar los contendientes no era tanto contentar a los suyos, ya convencidos, sino atraer a los tibios, a los indecisos y aun a los alejados de las posiciones propias. En este sentido, es muy dudoso que tanto Zapatero como Rajoy hayan avanzado mucho. Las encuestas publicadas dan casi todas ellas una ventaja a Zapatero sobre Rajoy, pero, curiosamente, Rajoy convenció más a su clientela que Zapatero a sus seguidores, por lo que la victoria del presidente del Gobierno en funciones se debió –según estos cómputos- al respaldo de las minorías. Pero este análisis tiene su envés: cuando el discurso de un líder agrada tanto a sus incondicionales, difícilmente seducirá a los que no lo son.

Rajoy, que llegaba al debate debilitado por el fiasco de un Pizarro naufragante ante un sólido Pedro Solbes, necesitaba hacer el lunes un buen papel si quería que siguiera siendo creíble su opción electoral. Y lo consiguió sin duda, aunque por el procedimiento de encastillarse en los argumentos recurrentes en los que se ha mantenido durante toda la legislatura. La insistencia en el error del llamado ‘proceso de paz’ y en alguna supuesta ocultación de Zapatero a la opinión pública, la persistente crítica al Estatuto catalán y –últimamente- la llamada de atención contra una inmigración supuestamente descontrolada le dieron juego sin duda, aunque Zapatero consiguió zafarse con frecuencia de estos compartimentos para explicar sus logros y proyectos, pero quizá constituyan un bagaje escaso para aspirar a la victoria electoral.

Una gran parte de la ciudadanía ha amortizado el ‘proceso de paz’, que ya ha quedado archivado en los anales de la triste historia de la violencia en democracia como las tentativas de González y Aznar, y la evidencia demuestra que la reforma del Estado de las autonomías plantea problemas y controversias, pero no abre abismos apocalípticos ni presagia telúricas rupturas de la unidad de la patria. En lo referente a la inmigración, este país está dando lecciones muy elocuentes de tolerancia y de respeto, y no vería en absoluto con buenos ojos la puesta en marcha de una política que convirtiera en sospechosos.Ya era notorio que la opción que los ciudadanos tomarán el 9-M es en realidad entre dos propuestas complejas de distinta textura intelectual, con trasfondo ideológico diferente e incluso con estéticas distintas. El PSOE reclama otra legislatura para ultimar un proceso de modernización y de transformaciones de hondo contenido social que han obtenido notable respaldo y el Partido Popular, que nunca aceptó de buen grado su derrota en 2004, aspira a que se reconozca aquella anomalía histórica y a que la sociedad le devuelva el poder, que nunca debió serle arrebatado…Todo esto era patente antes del debate y lo sigue siendo ahora, por lo que en definitiva los efectos de esta ceremonia y de la que se reiterará el próximo lunes son objetivamente difíciles de evaluar. En cualquier caso, pragmatismos aparte, no cabe duda de que tales debates son un espectáculo gozoso de la democracia que contribuyen a vincular a los políticos con la sociedad y a ésta con sus instituciones. La alta audiencia que ha obtenido el debate –más de 13 millones de personas- demuestra que ya no sería posible hurtar en el futuro al cuerpo electoral unos elementos de juicio que, aunque ambiguos, han de participar en la formación de la voluntad popular.