El feminismo es abolicionista (II): El abolicionismo de la prostitución como proyecto democrático


La abolición de la prostitución fue un compromiso de las Cortes Constituyentes de 1931 y del propio Gobierno.

En febrero de 2024 publicamos en esta misma columna, Vindicaciones, la primera parte del artículo ‘El feminismo es abolicionista’, en el que recorríamos la genealogía del abolicionismo de la prostitución desde el siglo XIX hasta los años veinte del pasado siglo. Recordábamos entonces figuras como Josephine Butler, Concepción Arenal, Clara Campoamor, César Juarros o mi admirado paisano cifontino, José Serrano Batanero, y contextualizábamos la creación de la Sociedad Española de Abolición en 1922. Culminamos esa primera entrega en los años previos a la Segunda República, dejando para una segunda ocasión -esta que ahora presentamos-, un breve análisis de los debates parlamentarios y las iniciativas legislativas que entre 1931 y 1935 convirtieron la abolición de la prostitución en un proyecto democrático y de justicia social de la República.

La abolición de la prostitución fue un compromiso de las Cortes Constituyentes de 1931 y del propio Gobierno, si bien otras prioridades coparon la agenda política y no fue hasta 1932 cuando tuvo lugar un importante debate parlamentario sobre esta cuestión.  Además, la ‘efervescencia abolicionista’ de la época propició que en abril, también del 32, se aprobara un decreto mediante el cual se suspendía el impuesto a la actividad prostitucional, reconociendo con ello que la explotación sexual no se consideraba una actividad lícita. Asimismo, a lo largo del mes de mayo se desarrollaron numerosas actividades de sensibilización en torno a la abolición de la prostitución en las que participaron reconocidas feministas, entre ellas Clara Campoamor, María Lejárraga y Hildegart Rodríguez.

Tal fue la presión política y social existente que a finales de 1932 ya se hablaba en la prensa de que un proyecto de ley de abolición de la prostitución iba a ser presentado inminentemente. Es más, el 7 de diciembre de ese mismo año, diversas organizaciones feministas registraron una petición al Congreso insistiendo en la importancia que tenía la abolición del sistema prostitucional. Con anterioridad, en enero, apenas transcurrido un mes desde la aprobación de la Constitución, se vivió en el Congreso un debate extraordinario. El diputado Manuel Rico Avelló fue tajante: ‘La prostitución reglamentada es absolutamente incompatible con la dignidad humana’.

En aquel mismo debate, le siguió el doctor César Juarros, quien denunció la raíz económica de la prostitución y propuso una vía basada en la justicia social, la autonomía económica de las mujeres y la educación sexual para los hombres: ‘Debemos ir a los postulados de la libertad económica que permitan a la mujer desenvolverse con suficientes medios materiales (…) y a una labor educadora que libere la sexualidad masculina de sus cadenas’. Otro doctor, José Sánchez Covisa, que era diputado por Cuenca, afirmó que ‘el correr de los conceptos y el progreso de la ciencia ha hecho que todo hombre liberal sea abolicionista. No puede aceptarse reglamentación que es (...) ilegal, injusta e inmoral’.

Caricatura de mitin abolicionista con Victoria Kent, Beatriz Galindo, María Martínez Sierra, Aurora Riaño, Pilar Oñate y César Juarros. Fuente: Museo de Pontevedra.

Y por supuesto, intervino Clara Campoamor, cuya voz, como tantas veces, quedó marcada por su clarividencia: ‘La ley no puede reglamentar un vicio. (…) Eso es una quiebra para la ética del Estado y de la ley’. Campoamor denunció que la mayoría de las mujeres prostituidas eran menores y que el propio Estado sostenía esa red de explotación al lucrarse con los burdeles. Sus palabras-interrumpidas por risas de algunos diputados, pero también valoradas con aplausos- son hoy un eco vigente que interpela tanto a la política como a la conciencia individual y colectiva.

Sin embargo, hubo que esperar a junio de 1935 para que el Gobierno radical-cedista aprobara, por fin, un decreto que declaraba la supresión de la prostitución reglamentada. Sin duda fue un paso muy relevante, pero insuficiente. El texto normativo reconocía la igualdad entre mujeres y hombres, prohibía los infames censos policiales de mujeres prostituidas, suprimía la publicidad del comercio sexual y creaba un servicio de instructoras-visitadoras (de algún modo, antecesoras de las trabajadoras sociales) para el seguimiento sanitario y social de cada caso.

Este decreto fue duramente criticado por las organizaciones feministas, así como prestigiosos juristas como Luis Jiménez de Asúa, quien consideraba que se había degradado el proyecto de ley en el que él mismo se había involucrado en 1932 y que no llegó a ver la luz. Lo cierto es que al no penalizar con firmeza el proxenetismo y la tercería locativa, feministas y otros agentes implicados en la abolición temían que se volviera a poner el foco sobre las mujeres y no sobre los verdaderos explotadores. Fíjense qué expectativas había levantado el decreto, que no transcurrieron ni quince días desde su publicación cuando ya hubo que dictar otro, modificando o aclarando puntos del anterior como consecuencia de las quejas presentadas.

Lamentablemente, apenas dio tiempo a que el decreto pudiera desplegar sus efectos, ya que al año siguiente de su entrada en vigor estalló la guerra civil. En 1941, la dictadura franquista recuperó el reglamentarismo de la prostitución (vigente hasta 1956), y con ello el estigma sobre las mujeres prostituidas, eximiendo de responsabilidad al putero y al proxeneta.

Uno de los grandes legados de la Ilustración-ese movimiento intelectual y político que floreció en Europa durante los siglos XVII y XVIII- fue la afirmación de que todos los seres humanos están dotados de dignidad, por lo que no son cosas intercambiables o utilizables a voluntad. Esta concepción ética es la que nos lleva a reclamar que las mujeres no pueden venderse ni alquilarse al servicio del deseo, la fantasía o el lucro de terceros.  Este enunciado se vuelve especialmente urgente cuando abordamos la realidad del negocio de los vientres de alquiler y del sistema prostitucional, pues ambos comparten una raíz común: la conversión del cuerpo femenino en mercancía.