El fin del mundo

14/03/2011 - 00:00 Rafael Torres

Quienes vienen prediciendo que en 2012 se acabará el mundo lamentan hoy no haber empleado su ociosidad en otra cosa. Si, como se cuenta en el Apocalipsis, esa última hora general ha de venir precedida de sucesos inverosímiles y de catástrofes nunca vistas, podría inferirse, en efecto, que los últimos meses han venido tocando a vísperas: los terremotos genocidas de Haití y de Chile, las inundaciones de Australia (de "proporciones bíblicas", se dijo), nunca vistas y seguidas de incendios asombrosos, y ahora esta cadena de cataclismos en Japón, nunca vista tampoco. La resurrección de Gadafi, el estrafalario carnicero, y la imparable extinción de las abejas, cuya labor sembraba los campos de flores, vendrían a completar el tenebroso cuadro final. Sin embargo, más probable es que la agonía sea larga y que, en el ínterin, el mundo se siga acabando todos los días, miles de veces, con cada vida que se acaba. Aún no repuestos de la perplejidad de que un país como Japón (el primero que sufrió en sus carnes la maldición atómica y el más expuesto a los temblores de la tierra y del mar) esté plagado de centrales nucleares, las noticias que de allí llegan, sobre todo esas imágenes de edificios y barcos estrujados y a la deriva, no hacen concebir muchas esperanzas sobre un mañana feliz. Durante algunos años convivirán, conmorirán más bien, los radiados de Hiroshima y Nagasaki con los de Fukushima, pero lo que alejará radicalmente la felicidad de ese mañana es la lección no aprendida, el hecho de que los gobernantes del rico y desventurado país no clausurarán para siempre las plantas nucleares que se asoman al abismo de los tsunamis. Se dice que el debate sobre la conveniencia y pervivencia de la energía nuclear se ha abierto. No; más bien se ha cerrado. Lo que nos quede de aquí a la llegada de Elías con su carro de fuego, quisiéramos gustarlo con la miel de las abejas en los labios.