El fiscal
Por poco que uno conozca el funcionamiento y los entresijos del sistema político español debe reconocer la enorme relevancia del Ministerio Fiscal, cuya encomienda es, nada menos, la promoción de la acción de la justicia, es decir, la defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público.
Así lo dice textualmente la Constitución, siendo pieza clave en el buen funcionamiento de la justicia, pero también termómetro de calidad democrática. El hecho de que sea el Gobierno quien designe al fiscal general del Estado provoca que sea más difícil, si cabe, el cumplimiento de una de sus atribuciones: su independencia. No es sencillo, y a los casos concretos nos podemos remitir, encontrar un fiscal general que haya sido independiente de quien lo nombrara, pero sí es sencillo reconocer su mandato: no pueden influir en las decisiones que deben adoptar los tribunales. La diferencia con los jueces estriba en que estos dependen de su profesionalidad, rigor y alejamiento de posiciones ideológicas, mientras que en el caso de los fiscales generales, que han sido designados por el Gobierno, es más fácil que, por decirlo suave, se relaje su profesionalidad y estén ideológicamente contaminados.
Lo vivido en las últimas semanas con el fiscal general, que no es más que una escaramuza de la gran batalla que enfrenta a los dos principales partidos, es de vergüenza ajena. Pasado de vueltas, confundiendo fidelidad con vasallaje, torpe hasta decir basta, ha conseguido, gracias a su ineptitud, desviar el foco de atención de a quién se quería dirigir (el novio de Ayuso, la presidenta madrileña) a él mismo y, por extensión, a Pedro Sánchez. Aunque sólo fuera por eso, por merluzo, debería haber sido animado a retirarse, como han hecho otras veces unos y otros. El daño a las instituciones es invaluable, pero eso parece importar poco a ambos contendientes, a quienes sólo preocupa el resultado final, mantenerse o conseguir el poder. Las bajas, los destrozos, el deterioro institucional son cosas que pasan. Ya habrá tiempo para arreglarlo, piensan, sin ser conscientes de que hay quebrantos imposibles de recuperar. Lo más triste es que no repare nadie, ni el propio afectado, en que su dimisión sería lo mejor para todos, incluido él mismo, pero sobre todo para nuestra salud democrática.
Si acudimos a la hemeroteca, ni el PSOE ni el PP están para dar lecciones a su rival. Tampoco Felipe González, que parece haber olvidado el papel de algunos de sus fiscales, ni los extremistas de uno y otro lado que defienden dictaduras de todo pelaje donde las fiscalías son de broma de mal gusto. No todo vale. Aunque se empeñen, esto no es la guerra.