El PP vuelve a refundarse
01/10/2010 - 09:45
Federico Abascal - Periodista
Después de su XVI Congreso Nacional, da la sensación de que el PP estaba deseando desprenderse del monolitismo aznarista para avanzar por un ideario menos agarrotado.
Cualquier intento de abrir los ventanales del partido a un paisaje más luminoso venía interpretándose en los últimos años por los guardianes de la ortodoxia popular como una traición a los principios. Y cuando los principios, además de no estar meridianamente formulados, resultan sofocantes, suele aparecer la imagen opresiva del bunker.
Hacer guerra interna, y externa, con los principios no suele ser bueno para un partido político, sobre todo si esos principios, sellados en cierto momento como inquebrantables, se han demostrado acomodaticios. Los principios que atenazaron a Rajoy durante la pasada legislatura eran de signo opuesto a los que siguió Aznar durante sus primeros años de gobierno, en los que estableció con los nacionalismos vasco y catalán relaciones agradecidas y cordiales, Sin olvidar sus contactos con ETA, bastante más allá de lo que podrían considerarse simples tentativas exploratorias. Puro relativismo ideológico, al servicio de una estrategia inflexible.
También la sociedad española de signo conservador parecía desear que el PP no le forzara a mantener actitudes demasiado intransigentes hacia otras posiciones ideológicas. Y es que la crispación política no había llegado a la calle, donde las manifestaciones derecha/Iglesia/presión mediática se consideraban simples espectáculos públicos, pero se hacía notar en otros espacios más cerrados, como bares, clubes deportivos, estadios de fútbol y algunos púlpitos. Los comentarios en cualquier restaurante modesto, expresados en voz alta y desafiante sobre los informativos de televisión, venían reflejando que los argumentarios de la oposición popular y las sentencias acusatorios de sus medios informativos más aparentemente afines no sólo han calado hondo en un amplio sector de la ciudadanía sino que han inyectado en él una dosis ciertamente inquietante de agresividad verbal.
Observar la nueva imagen del PP, la lógica sencilla sobre evidencias políticas de los primeros discursos y el rostro de las mujeres que ocupan dos de los cuatro cargos más importantes en el organigrama popular transmiten la imagen de que entre el pasado y el presente del partido se ha producido un corte radical. La secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, como semanas antes Soraya Sáenz de Santamaría, portavoz parlamentaria, alejan ostensiblemente al partido de su anterior sumisión a las directrices estratégicas del Episcopado. Cospedal puede competir en el plano mediático europeo con la atractiva socialista francesa Ségolène Royal o con la espléndida y aireada Carla Bruni, cónyuge de Sarkozy.
Todo ello empezaría a presentar al PP como una fuerza política que no se encierra en la soledad de sus verdades, electoralmente fracasadas y moralmente cuestionables (sobre todo en lo que respecta a la estrategia de imponerlas), y de la que desaparecería muy pronto el miedo que inspiraba a un amplio sector de electores y a las siglas nacionalistas, hasta el punto de un porcentaje de votos entregados al PSOE habrían huido del miedo a un Gobierno del PP.
Hacer guerra interna, y externa, con los principios no suele ser bueno para un partido político, sobre todo si esos principios, sellados en cierto momento como inquebrantables, se han demostrado acomodaticios. Los principios que atenazaron a Rajoy durante la pasada legislatura eran de signo opuesto a los que siguió Aznar durante sus primeros años de gobierno, en los que estableció con los nacionalismos vasco y catalán relaciones agradecidas y cordiales, Sin olvidar sus contactos con ETA, bastante más allá de lo que podrían considerarse simples tentativas exploratorias. Puro relativismo ideológico, al servicio de una estrategia inflexible.
También la sociedad española de signo conservador parecía desear que el PP no le forzara a mantener actitudes demasiado intransigentes hacia otras posiciones ideológicas. Y es que la crispación política no había llegado a la calle, donde las manifestaciones derecha/Iglesia/presión mediática se consideraban simples espectáculos públicos, pero se hacía notar en otros espacios más cerrados, como bares, clubes deportivos, estadios de fútbol y algunos púlpitos. Los comentarios en cualquier restaurante modesto, expresados en voz alta y desafiante sobre los informativos de televisión, venían reflejando que los argumentarios de la oposición popular y las sentencias acusatorios de sus medios informativos más aparentemente afines no sólo han calado hondo en un amplio sector de la ciudadanía sino que han inyectado en él una dosis ciertamente inquietante de agresividad verbal.
Observar la nueva imagen del PP, la lógica sencilla sobre evidencias políticas de los primeros discursos y el rostro de las mujeres que ocupan dos de los cuatro cargos más importantes en el organigrama popular transmiten la imagen de que entre el pasado y el presente del partido se ha producido un corte radical. La secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, como semanas antes Soraya Sáenz de Santamaría, portavoz parlamentaria, alejan ostensiblemente al partido de su anterior sumisión a las directrices estratégicas del Episcopado. Cospedal puede competir en el plano mediático europeo con la atractiva socialista francesa Ségolène Royal o con la espléndida y aireada Carla Bruni, cónyuge de Sarkozy.
Todo ello empezaría a presentar al PP como una fuerza política que no se encierra en la soledad de sus verdades, electoralmente fracasadas y moralmente cuestionables (sobre todo en lo que respecta a la estrategia de imponerlas), y de la que desaparecería muy pronto el miedo que inspiraba a un amplio sector de electores y a las siglas nacionalistas, hasta el punto de un porcentaje de votos entregados al PSOE habrían huido del miedo a un Gobierno del PP.