El primo de Rajoy

01/10/2010 - 09:45 Hemeroteca

Antonio Papell
Sería conveniente que se rescatase este problema del debatepolítico por el procedimiento de otorgarle solidez científicay de persuadir con la verdad a la opinión pública
La intervención de Rajoy el pasado lunes en Palma de Mallorca, en el curso del Congreso de la Empresa Familiar que también invitó a intervenir al flamante premio Nobel de la Paz Al Gore (que ha montado una rentable industria mediático-ecologista y transita como una estrella de plató en plató), ha sido sencillamente desconcertante.
Primero, porque el escepticismo del líder ‘popular’ sobre la entidad de la amenaza del cambio climático –“no se puede convertir en el gran problema mundial”- contrasta claramente con lo que el propio Rajoy sostenía hace seis meses, cuando afirmó que el cambio climático es un problema que “el PP se toma muy en serio” porque es “el gran desafío global del conjunto del planeta en el siglo XXI”, de forma que “requiere una respuesta colectiva de la comunidad internacional” y “en España, debe formar parte de la agenda de todas las administraciones”. Además, en prueba de tal interés, el PP ha programado una jornada sobre el cambio climático en Barcelona la semana que viene, que clausurará el propio Rajoy.
Segundo, porque un líder político que alimente la legítima aspiración a convertirse en presidente del Gobierno no puede mantener un discurso frívolo como el que Rajoy improvisó en la capital balear. Es bien sabido que existe un debate científico sobre la incidencia del desarrollo en el clima, altamente manipulado y politizado. Además, han cuajado ya varios convenios internacionales sobre el particular –el de Kyoto y el más estricto de la propia Unión Europea que obliga a sus miembros- que resultan poco opinables. En estas circunstancias, la utilización por Rajoy como gran argumento de autoridad de la opinión de un primo carnal suyo de Sevilla, que ni siquiera es meteorólogo sino catedrático de Física Teórica, experto en mecánica estadística, parece una broma intempestiva. La audición de las voluntariosas frases en que Rajoy desgranaba su tesis producía vergüenza ajena.
Dicho esto, y reconocida la entidad objetiva del problema, de los riesgos climáticos y ambientales que nos amenazan, así como la necesidad de otorgar a este asunto un valor indubitable y preferente, hay que reprobar acto seguido la explotación industrial que hacen de la ecología algunas empresas privadas, como la del ex vicepresidente Al Gore, que venden sensiblería ilustrada a precio de oro. Este curioso personaje, que pretende representar en sus pingües negocios a una indeterminada izquierda mientras vive en una llamativa opulencia, ha sido adoptado por el papanatismo internacional como el paradigma de lo ‘políticamente correcto’, lo que ya le ha reportado un Oscar de Hollywood y el mencionado Nobel, ambos galardones siempre muy atentos a las sensibilidades sedicentemente progresistas. Pero una parte notable de la comunidad científica, aunque percibe la existencia del problema y plantea la necesidad de abordarlo con firmeza y prontitud, disiente de la versión edulcorada y falaz que da Gore en su documental “Una verdad incómoda”.
Como es conocido, antes de que aquí se abonara el negocio de Gore mediante la compra de dicho documental para las escuelas, también hizo lo propio el gobierno británico. Pero en el Reino Unido, un padre de familia acaba de lograr en los tribunales una sentencia que descalifica la película de Gore por sus “errores científicos” –nueve, nada menos, han sido detectados-, de forma que el Ministerio británico de Educación deberá acompañar el documental de una información que haga constar que la visión que recoge el vídeo tiene contradictores, que pueden asimismo tener razón.
En definitiva, sería conveniente que se rescatase este problema del debate político por el procedimiento de otorgarle solidez científica y de persuadir con la verdad a la opinión pública. El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas que comparte el Nobel con Gore y que sí tiene reconocida –y desinteresada- solvencia, es cada vez más pesimista e insta a los gobiernos a una actuación casi a la desesperada para limitar los daños irreversibles que el recalentamiento artificial del planeta puede provocar. Obviamente, la solución a esta perentoria necesidad no presenta facetas ideológicas, como no sea la mayor propensión intervencionista de la izquierda con relación a la derecha. Pero ante semejante amenaza todos, incluso los más liberales, han de poner en tensión el instinto de supervivencia. Y ello ha de hacerse con rigor, con una ostensible preocupación acorde con la medida del problema y sin dar la impresión de que estamos en presencia de una realidad volátil y opinable de esas que sirven para divagar y relajarse en las tertulias de café.