El último apóstol
Con Marcelino Camacho se nos va el último apóstol laico. Y uno de los últimos supervivientes de aquella generación de españoles que, pese a haber sufrido todo lo que se puede sufrir y más, guerras, hambres, cárceles, palizas, persecuciones, destierros, conservaron el vigor físico y moral suficiente para no descreer jamás de sus ideas y de sus convicciones. Aquella gente esculpida por el trabajo, el compañerismo, el ansia de saber, los madrugones y la autoexigencia de una máxima elevación moral, sabía que se puede vivir con muy poco, con casi nada, pero no, en ningún caso, sin dignidad.
A pesar de que mi padre era muy parecido en punto a frugalidad, ascetismo, pulcritud, probidad, simpatía, lealtad, pobreza y decencia, la primera vez que visité a Camacho en su casa, un pisito en una barriada obrera de Madrid, me sobrecogió la extrema modestia de ambos, o sea, de Camacho y de su hogar. Aquella casa, cuyo centro y eje era una mesa camilla de hule y faldones, era un hogar, y pudiera en el fondo ser eso, la tenencia de un hogar, de un verdadero hogar, lo que facultó a Marcelino y a tantos otros supervivientes de la República para tamaña longevidad. Aquellos jerseys de lana que le hacía su mujer amante y maravillosa, y que eran su segunda piel e iba con ellos a la fábrica, a las asambleas o a las mazmorras, eran su hogar portátil, y de ellos recibía el calor que le negaba una realidad tan gélida como la implantada en España, y que él, en cualquier caso, pugnaba por transformar.
Para uno, Camacho y toda esa gente austera, valerosa, honrada, inocente y limpia, son su padre. ¡Qué decir, entonces, de ellos! Sólo darles las gracias por darme la vida, y un motivo para enorgullecerme de mi país, porque era el suyo. Ayer le tocó morir a ese místico de la clase obrera, y ya quedan pocos, muy pocos, de sus pares. Huérfanos y a solas consigo mismos quedan éstos tiempos de honda indigencia moral.
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