Ensañamiento real

27/01/2014 - 23:00 Emilio Fernández

Asistimos, al menos yo, con estupor y una inmensa pena a la orgía de exabruptos, chuflas, soflamas y peroratas desatadas en torno a la familia real, la infanta Cristina y, en general, la Corona. No voy a hacer aquí una defensa panegírica ni del rey ni de la institución –sigo creyendo que es lo mejor para España y los españoles y más si me pongo a imaginar alternativas-, pretendo, si acaso, arrojar algo de sensatez y aportar la perspectiva que, al parecer, se ha perdido. España es un país que muta de convicciones con la misma facilidad que los reptiles de piel. Hasta hace bien poco la figura de don Juan Carlos era tan admirada como respetada. Los más críticos lo justifican por un pacto de silencio acordado entre los principales medios de comunicación.
 Pacto que, por lo que se ve, ha sido dinamitado y se ha pasado de la oda al insulto, del respeto a la ofensa, si no humillación. El punto de inflexión, una inoportuna caída del monarca cazando en Centroáfrica. Abierta la veda de la otra cacería, el objetivo, un colosal ejemplar en forma de yerno insensato y aprovechado. Y si el punto de mira tiembla, cualquier otro ejemplar de la manada. Como apuntó Ortega, la masa, hoy desplegada en redes sociales e internet, permite acogerse al anonimato, soltar la primera barbaridad y desaparecer corriendo, como algaradas virtuales por las que el parado, el desahuciado o estrangulado por los bancos se desahoga y calma su justificada indignación. Antes fue el fútbol, en los estadios se insultaba y se gritaba lo que en la calle no se permitía. Ahora son los “realities” –telebasura, ya me entienden- los que jalean al populacho por mor de las audiencias. Alguna prensa escrita, algunas emisoras de radio y algunas televisiones se han agarrado al clavo real y explotan hasta el ridículo todo lo que les rodea.
El proceso a la infanta se ha convertido en uno paralelo, en un circo romano donde los agitadores señalan hacia abajo con el pulgar. A tal oportuna moda se han apuntado sin vacilar determinados generadores de opinión y algunos líderes políticos. Está claro que es mejor centrar la atención en la institución que por su, precisamente, carácter moderador, es la que menos se puede defender. No ignoran que cualquier comparación rigurosa de los respectivos historiales de corrupción y corruptelas arrojaría odiosas comparaciones, prefieren centrar la lupa en la paja de la Corona que en la viga de los partidos, sindicatos, banca o poder judicial. El sistema ha encontrado el nuevo opio del pueblo en su propia cumbre, la más fácil de descabezar. No me imagino, de hecho no ha sucedido, a ningún miembro de la casa real ejercer su legítimo derecho a la réplica u opinión.
 Lo más, un escueto comunicado oficial, igualmente analizado y libremente interpretado al albur de la corriente que más interese. Sólo he oído al jefe de la casa real, Rafael Spottorno, un legítima queja sobre lo dilatado de un sumario inacabable para que la justicia actúe cuanto antes. Porque es un martirio, apuntó. Y que el señor Urdangarín, y la Infanta en su caso, respondan ante ella como cualquier ciudadano, apunto yo.
“Es que la familia real debe ser ejemplar”, argumentan los integristas del follón y el escándalo, que lo han convertido en su modus vivendi, en su alimentación básica para poder sobrevivir, para unos, y la mejor excusa para desviar la atención y ocultar sus propias miserias, para otros. Como si “ejemplares” no debieran ser sus respectivas conductas, como si la vara de lo admisible tuviera distintas alturas en función de quien la coloca.
 Hace poco oía a importantes parlamentarios usar la pulcritud de que “todos somos iguales ante la ley” para justificar no ya la comparecencia de la infanta Cristina en el juzgado competente para declarar a instancias de un juez que lleva ¡más de tres años! en preparar la instrucción de un caso que le ha permitido su minuto de gloria a las puertas de su jubilación, instrucción, por cierto, vapuleada impecablemente por el fiscal de turno en tan sólo 12 páginas frente a las miles manoseadas por el magistrado estrella. No sólo exigían la comparecencia de la infanta, exigían que hiciera el paseíllo para someterse al escarnio, oprobio y vejación de un exacerbado público oportunamente adoctrinado, cuando dichos parlamentarios saben que son ellos los primeros que no pasan por situación similar al ser aforados (pueden contestar por escrito, por ejemplo), son ellos los primeros que no son iguales ante la ley, y son ellos a los que les viene muy bien desviar las miradas de los indignados (nuestro país es el que mayor número de aforados tiene de toda la Unión Europea, en torno a 20.000, por ninguno en Alemania y Reino Unido, los miembros del gobierno y el presidente en Francia, o sólo los jefes de Estado en Portugal e Italia). La diana real se ha convertido en una estrategia sibilina para teledirigir apropiadamente los dardos de una sociedad ciertamente cansada, harta. Pero a nadie se le escapa que es más por una clase política tenue, salvo honrosas excepciones, pagan justos por pecadores, que ni ha sabido gobernar y ni mucho menos ha sido ejemplar, permitiendo que la corrupción de unos cuántos, demasiados, embadurnara al resto. Si observamos con el mínimo rigor el reinado de don Juan Carlos en sus treinta y ocho años, pocos pueden dudar de resumir un balance positivo.
 En ese período España, además de consolidar un régimen democrático y de libertades, se ha convertido en un país moderno, con unas estructuras envidiables, una sanidad única en calidad y vanguardia, un tejido empresarial e industrial que exporta sus excelencias a medio mundo y un protagonismo deportivo que ya lo quisieran las grandes potencias. En todo ese período el rey ha moderado con exquisitez la política nacional y ha liderado con eficacia las relaciones internacionales. Su prestigio y sus influencias han aportado más a los intereses de España que numerosas gestiones de cada gobierno. Casualmente, todos los presidentes de los sucesivos que ha habido, no han dudado en reconocer cómo y cuánto el monarca ha ayudado en sus respectivas tareas.
 Es algo innato a nuestra actual dinastía. Fue el príncipe Felipe el mejor valedor y el que más sobresalió en la defensa de la candidatura de Madrid 2020 para los Juegos Olímpicos, celebrada en Buenos Aires. Forma parte del tablero, les preparan para “eso” y no pertenecen a ninguna formación política (pero son los mejor formados), son ajenos a las disputas partidistas y representan sin peaje electoral la cohesión y los intereses de la Nación. Claro que ha habido sombras en tantos años, y malas decisiones y buenos consejos desatendidos.
Pero la crisis en España no se generó en una mala cacería de elefantes, sino en una calamitosa gestión de los diferentes gobiernos de todos los colores que ni la previeron, ni la aceptaron y, finalmente, ni la trataron adecuadamente. Con un crecimiento incontenido del gasto público, un paulatino alejamiento de la clase política de la realidad social, una injustificada y abultada estructura del Estado, un poder judicial contaminado políticamente, una legislación que amparaba el uso y abuso de la gran banca sobre sus clientes y una permisividad inaceptable de la corrupción en todos los niveles.
La desafección era inevitable y también le ha tocado a la Corona ¿Pero a quién le interesa la debilidad de la monarquía? ¿Quién se beneficia de comprometer su reputación y reducir su influencia? Hace años sería impensable el proceso soberanista de Cataluña ni la proliferación organizada de grupos anti sistema. Ni que por algunos se reclame una tercera república. ¿Qué político contaría con el prestigio nacional e internacional para presidirla? ¿Y que representara los intereses del Estado con independencia respecto a los partidos políticos? Yo tampoco lo encuentro. España no está para experimentos.