Entre rescatistas


Quienes le observábamos teníamos el corazón en vilo oyendo los maullidos desesperados del cachorro y de la gata madre que, rodeándonos, no dejaba de maullar a su cachorro para darle aliento.

Ocurrió un domingo por la mañana, cuando la mayoría de los españoles amanecían en sus destinos vacacionales o introduciendo las maletas en sus vehículos para iniciar un período de descanso merecido.

Había ido a cuidar a los gatos de mi hermana que estaba fuera el fin de semana, y desde el salón de su casa oí cómo, en la calle, unas vecinas se lamentaban por una gata muerta que se hallaba debajo de un coche. Volví a sentir que la vida sigue siendo injusta con los más débiles, con aquellos para los que no existen las vacaciones ni los retiros de descanso. Con agilidad bajé a la calle para averiguar en qué situación se encontraba el animal. 

Enseguida divisé a la responsable de la asociación que atiende a los gatos abandonados de la localidad y me ofrecí a ayudarle. A su lado, dos rescatistas más en acción, porque no solo había una gata aún viva (a pesar de su lamentable estado) agazapado bajo un coche, también había un cachorro en el fondo de una acometida de agua en forma de profundo pozo, separando a ambas víctimas tan solo unos metros. 

Mientras uno de los rescatistas se encontraba ideando el medio de sacar al gato del pozo, nos dirigimos a la siamesa que, aún viva, nos miraba asustada en el pequeño espacio que proporcionan los bajos de un vehículo a la vez que, con una maestría que solo las ganas de salvar una vida proporcionan, la responsable la rescataba a pesar de la resistencia que el animal mostraba en un cuerpo en el que  el deterioro por alguna enfermedad era evidente, y en un rostro en el que el dolor era el protagonista.

Con la siamesa segura en un trasportín, nos acercamos al pozo donde el segundo rescatista estaba intentando coger, con una imitación de sacadera de pesca que había comprado en el chino del barrio y a la que había amarrado un palo lo suficientemente largo para llegar al fondo del pozo, al cachorro. Apenas en unos centímetros se manejaba iluminando el fondo con una linterna y el utensilio de rescate que acababa de construir. Quienes le observábamos teníamos el corazón en vilo oyendo los maullidos desesperados del cachorro y de la gata madre que, rodeándonos, no dejaba de maullar a su cachorro para darle aliento. Cuando menos lo esperábamos, vimos aparecer un gato mínimo negro empapado de agua entre las redes y maullando desesperado. En un instante estaba a salvo en un segundo transportín. 

Los vecinos que habían avisado de ambos casos estuvieron a nuestro lado proporcionando ideas y material para el rescate, mostrando su respeto hacia las personas que se estaban ocupando de tal hazaña. Me resultó extraño no oír descalificaciones e insultos por dedicar nuestro tiempo a los animales. Más extraña aún fue la sensación cuando nos agradecieron el habernos ocupado de ellos.

Ese momento, en esa localidad, era tan solo el reflejo de lo que ocurre cada día en cualquier lugar de España, y en cualquier sitio del mundo. Se llama compasión y empatía, que aunque resulte extraño no sentirlo, su ausencia se vislumbra en demasiadas ocasiones con el trato que en este país se da a los animales.

Contemplar que puedes mitigar el dolor del prójimo y cambiar la vida de otro ser vivo por dedicarle tan solo un momento es una sensación irrepetible. Y vivirlo rodeada de otros rescatistas me hace sentirme orgullosa de formar parte de un movimiento en el que el respeto y la dignificación de la vida y la muerte de los animales en este país es su máxima.

El destino de ambos gatos no es relevante en estas líneas, lo importante fue la acción que llevó a su rescate. Una actuación que implicaba no dejar morir a un ser vivo que, aparentemente muerto, estaba sufriendo y lo que conllevaba no dejar agonizar a un cachorro en un pozo frío y lúgubre. En ambos casos, su muerte significaba interminables horas de agonía. Lo importante fue tener el poder de evitarlo y llevarlo a cabo.