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25/05/2012 - 18:46 Redacción

La misión de la Iglesia tuvo sus comienzos el día de Pentecostés. Los encuentros de Jesucristo con los apóstoles y discípulos, después de su resurrección, además de ayudarles a descubrir que el Resucitado era el mismo que había compartido la existencia con ellos durante los años de su vida pública, habían servido también para preparar su mente y su corazón para la misión que iba a confiarles.
El libro de los Hechos de los Apóstoles destaca el encargo que Jesús les hace, antes de su ascensión al cielo, de permanecer juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu. Ellos, estimulados por la presencia maternal de la Santísima Virgen, se congregan en el Cenáculo y oran insistentemente, esperando el cumplimiento de la promesa del Padre (Act 1, 14). El mismo Espíritu, que acompañó la misión de Jesús, como enviado del Padre, es el que impulsó a los apóstoles a salir en misión y es también el que hoy sigue animando, purificando y alentando la misión de la Iglesia y de cada uno de sus hijos, para que puedan cumplir con humildad y valentía el encargo del Señor.  
Cuando nos paramos a contemplar el impulso misionero de nuestra Iglesia, podemos llegar a la conclusión de que ha perdido dinamismo evangelizador y que tiene miedo a salir al mundo para proclamar con obras y palabras que Cristo resucitado vive para siempre y que en Él está la salvación del mundo. Si esto fuese así, tendríamos que pararnos para intentar detectar a la luz de la Palabra de Dios qué estamos haciendo mal o qué  aspectos de la misión deberíamos cuidar especialmente para ser fieles al encargo del Señor.
Teniendo en cuenta el mandato de Jesús a los apóstoles y discípulos, podríamos preguntarnos: ¿Realmente estamos convencidos de que la evangelización es, ante todo y sobre todo, el fruto de la acción del Espíritu Santo en nosotros?. ¿Nos preparamos para la misión, asumiendo con gozo que ésta exige la oración confiada al Padre común y la vivencia de la comunión fraterna?. ¿Admitimos de buen grado que María, como Madre buena,  nos acompañe en el cumplimiento de la misión?.  
En última instancia, tendríamos que preguntarnos: ¿En verdad nos sentimos enviados?. Todos corremos el peligro de caer en el activismo, de pensar que la realización de la misión depende fundamentalmente de nuestros esfuerzos personales y de dejarnos dominar por las prisas. Ciertamente el Señor quiere contar con nuestra colaboración para llevar a cabo la misión, pero antes de cualquier iniciativa nuestra es preciso que acojamos la presencia y la acción del Espíritu Santo.
Si estamos verdaderamente convencidos de que el Espíritu es el  auténtico protagonista de la evangelización, pidámosle  que nos ayude a vivir como auténticos hijos de Dios,  que purifique nuestros miedos y que nos  ayude a superar los cansancios del camino. Oremos también hoy, día de la Católica y del Apostolado Seglar, para que el Espíritu suscite muchos y santos militantes cristianos que, desde la comunión eclesial, den testimonio del amor incondicional de Dios y vivan con gozosa pasión su compromiso evangelizador en medio del mundo.
Con mi bendición, feliz día de Pentecostés.