Estrellas y silencios
En este mes, con dos lunas llenas, media España de vacaciones y el puzle o fregao político en danza, hace su agosto el llamado astroturismo o ‘destino Starlight’ en zonas privilegiadas del Alto Tajo y la Sierra de Albarracín.
La clave es tener un cielo limpio de contaminación lumínica, propiciada por los molinazos con sus intermitentes destellos rojos y blancos, o por municipios con un bosque de farolas, como nuevos ricos, que rivalizan con platós televisivos o sofisticados quirófanos.
Algunos vienen atraídos por el espectáculo celeste en el sobrecogedor silencio de la noche, tratando de escapar de lo mundano e intranscendente. Es una manera de recuperar el contacto visual con el cielo nocturno al que nuestros padres y abuelos, sobre todo pastores, estaban acostumbrados. Remueve el interior pensar que son las mismas estrellas que asombraban a los seres humanos desde hace decenas de miles de años.
Esta visión contrasta con la ausencia de aves y sus cantos detectada estos días en paseos, excursiones y viajes: una grata minicumbre en Tordesilos con compañeros de pupitre del Instituto, a Gallocanta (por Cillas y Tortuera), a Orea desde Molina, por el Mesa hasta Jaraba con vuelta por Milmarcos, o por pueblos del Ducado hasta Sigüenza con parada en la renovada Casa Juan en Aguilar de Anguita regentada por la entrañable Lucía.
Apenas he visto una pareja de cuervos, que parecen empadronados en el Empalme de Labros, contadas golondrinas y aviones, y cero de zorribalbas, jilgueros, ruiseñores, abubillas, autillos o urracas. Lejos de las poblaciones de antes, imperan los gorriones y torcaces.
Un colega advierte que, por la sequía histórica o el cambio climático, también se oyen menos sonidos del agua (fuentes, cascadas, lluvia) y de los animales. La debacle de insectos es tal que ya no tenemos que limpiar los parabrisas tras largos viajes. Un chollo catastrófico.