Europa valiente o europa muerta

01/10/2010 - 09:45 Hemeroteca

Por:
Cartas al director
RUFINO SANZ PEINADO / Secretario de Ideas y Programas de la Ejecutiva Provincial del PSOE de Guadalajara
Herbert Hoover, Presidente americano en los “felices años veinte” cuando la arrasada, hambrienta y miserable Europa posterior a la Gran Guerra miraba al otro lado del Atlántico con una mezcla de ironía y de envidia, impotente ante la crisis que todo lo invadió a partir de 1929, fue barrido por el candidato demócrata –Franklin Delano Roosevelt- en las elecciones de noviembre de 1932 (siete millones de electores de ventaja con un censo de treinta y siete). En sus memorias (ya en 1951) reconocería que la gran crisis tuvo varios componentes internos, y que el punto débil inmediato fue la orgía de especulación bursátil que comenzaba a hundirse en octubre de 1929.
Sin embargo, considera que la Gran Depresión no había comenzado verdaderamente en Estados Unidos antes del hundimiento europeo, y que el gran centro de la tempestad fue Europa. Por tanto, refuta como injusta la afirmación de que la crisis americana hubiera demolido la economía europea.

No lo sé, la verdad sea dicha. De igual modo que no termino de saber a ciencia cierta la incidencia real (cierta, en todo caso) de los desmanes financieros americanos en la actual crisis. Me contentaré con dejar nota de algunas certidumbres sobre lo que pasó y lo que ahora pasa, y los elementos comunes a ambas crisis si es que los hay.

Estados Unidos, primera potencia mundial en la década de los veinte, mueve la prosperidad hasta 1929, desencadena la gran crisis entre 1929 y 1933, y al superarla por sus propios medios provocan nada más y nada menos que la compartimentación económica del mundo. Correlativamente, cuando la crisis alcanza a Europa y deja perplejos y asustados a sus dirigentes por su enorme dimensión, el Viejo Continente optó por la peor solución: sus divisiones e indecisiones condujeron a los americanos a adoptar soluciones nacionales; y Europa, país a país, luchará contra la depresión. Y como de lo que se trataba era de relanzar la producción (¡ojo!, ahora también, y si no los recortes para bien poco van a valer), se trató de estimular a los empresarios aumentando los márgenes de beneficios.

Fue penoso. Fue dramático. Alemania al principio y Francia durante un poco más deflactaron la economía, manteniendo estable la moneda (ligada al oro), reduciendo a toda costa los precios de costo, y, por tanto, los gastos de los Estados y de los salarios. Aunque el método tenía su lógica, al faltar elementos de corrección desemboco en la crisis social. Y en Alemania fueron elegidos 107 nazis y 77 comunistas. Inglaterra y Estados Unidos no deflactaron la economía sino que devaluaron la moneda con cierto éxito, medida que no resultó en cambio en Francia. Esta medida, que pretende facilitar las exportaciones, obliga a mantener estables los precios internos y a establecer elevados derechos aduaneros.

Y la tercera fórmula ensayada fue aislarse del mundo, del mercado mundial, a través de un férreo control de cambios: si un país extranjero vendía a Alemania, la suma debida no podía salir de allí y entonces, o se pagaba dentro de Alemania, o bien a través de la exportación de productos alemanes. Y así influía sobre los países vecinos, que habían de venderle el trigo húngaro o el petróleo rumano. Este método, provisional al principio, fue la solución definitiva de Goering y Hitler para establecer “la autarquía”.

Da igual quien haya desencadenado esta vez la crisis, pero no da igual la forma de enfrentarla. Resulta que en Europa hay una moneda única, pero también problemas “nacionales”; resulta que no se puede devaluar (no lo pueden hacer los Estados de la zona euro), por lo que la pérdida de competitividad obliga a recortar los gastos del Estado y a reducir salarios; resulta que no hay ni puede haber control de cambios pero determinados Estados –los más débiles- son particularmente sensibles a especulaciones externas.

Europa tiene que reaccionar o morirá. Puede que ya esté muriendo lentamente, aunque no sea consciente como no lo fue cuando renunció –por sus rencillas- a seguir dirigiendo el mundo. Y soy yo ahora, de igual modo que lo eran los europeos de los “felices –para otros- años veinte”, el que mira a otros países (aunque algunos no hayan adquirido aún nuestro grado de prosperidad) con aquella mezcla de ironía y de envidia: no sólo a los Estados Unidos, también al refrescante Lula, también a otros países emergentes que han puesto las bases para el desarrollo sostenido.

Europa ha de ser valiente. Ha de crecer como unidad, para sí y hacia fuera; y no lo hará hacia fuera si no refuerza sus vínculos, si no mejora sus mecanismos que se han manifestado insuficientes, contradictorios, cicateros en cuanto han sido sometidos a una crisis de calado. Si no lo hace, morirá; tal vez ya esté muriendo.