Evocando a Fernando Borlán, el poeta peripatético


La poesía de Borlán era culta, porque él mismo lo era, y muy profunda. También sensitiva y sensible, porque él lo era. Publicó cinco poemarios entre 1997 y 2007. 

Guadalajara fue, casi siempre, una estación de paso más que de término. Incluso el mismísimo Buero Vallejo, siendo académico de la RAE, propuso en una comisión de la institución que “limpia, fija y da esplendor” a la lengua española que se estudiara la posibilidad de introducir en su diccionario la voz “guadalajarear” con el significado -lo cito por aproximación, no literal- de acción de los funcionarios públicos cuando piden un destino cercano a la capital de España para acercarse lo más posible a ella en su carrera profesional. Ciertamente, se cuentan por muchos los funcionarios civiles, los militares e, incluso, los empleados de empresas privadas que, no teniendo aún derecho en su carrera a ser destinados a Madrid-La Meca profesional a la que casi todo el mundo aspira a llegar más pronto que tarde-, elegían Guadalajara, no porque les atrajera este destino, sino porque es la capital de provincia más cercana a la capital de España. Uno de esos funcionarios que me confesó que había “guadalajareado”, contaba que él y su mujer entraron y salieron de Guadalajara “llorando”. Cuando entraron, lloraron porque les pareció una ciudad destartalada, vieja, incluso sucia, mal conservada y con demasiados tics provincianos. Diez años después, cuando salieron de ella, camino de otro destino, en este caso forzado, las lágrimas que derramaron fueron porque se iban de una ciudad acogedora, cercana, con la personalidad y servicios de una capital de provincia, pero sin las molestias de una gran urbe, y no falta precisamente de historia y patrimonio artístico, aunque éste herido por el rayo de la destrucción y el expolio.

Como ya se intuye en el titular, aunque pueda haber despistado a los lectores esta larga introducción, el “Guardilón” de hoy va a estar dedicado a un recordado y admirado profesor de instituto, poeta y diletante, Fernando Borlán, que también fue amigo y con el que viví y disfruté algunos momentos que guardo con especial intensidad en mi corazón y memoria. Instantes casi siempre compartidos también con Javier Borobia, quien, por cierto, el mes pasado cumplió 70 años y doy fe de que está bien vivo, aunque después de muerto también vivirá para siempre por su excepcional bonhomía e impagable legado como guadalajareño comprometido y hombre de la cultura total que es. Dicho quede con la promesa de un próximo “Guardilón” exclusivamente a él dedicado porque fue, es y será siempre el “Guardilón” mismo, hoy una columna mensual en Nueva Alcarria, ayer y siempre un programa de radio guadalajareñista rompedor en el que Borlán también tuvo sus momentos. Precisamente, en el que se contó, paso a paso, la larga gestación del “Tenorio Mendocino”, cuya alma mater fue Javier, pero proyecto en el que contribuyó decisivamente Fernando.

Fernando Borlán en un ensayo del Tenorio Mendocino.(1992). Foto: Álvaro Díaz Villamil. Fondo Guadalajara Dosmil. CEFIHGU.

Borlán no “guadalajareó” en el sentido que quiso darle Buero a la práctica de utilizar Guadalajara como estación profesional de paso y no de término; bien al contrario, él llegó aquí con su familia en 1982, destinado como profesor de literatura del Instituto Brianda de Mendoza, y, lejos de ser ave de paso, aquí se arraigó y fundió con la tierra y la gente hasta ser parte inseparable de ambas. Murió en enero de 2008, a los 75 años, y sus cenizas están esparcidas en su añorada bodega familiar de su natal y querido Galleguillos de Campos (León), pero su recuerdo siempre estará apegado a la tierra alcarreña. Fernando era una persona muy viajada e intelectualmente muy dotada, además de absolutamente comprometida con sus ideas, su profesión y su vocación literaria, pero quiso y supo apegarse a la particularidad de esta tierra, pese a su universalidad conceptual y cosmopolitanismo vital.

La historia personal de Borlán da casi para una novela, incluso sobra ese casi, pero hoy solo tenemos un par de folios para contarla y ya va consumido uno sin apenas dar detalles de ella. De su vida, sobresale que fue hijo de unos humildes trabajadores del campo leonés y fue su abuela quien comenzó a enseñarle a leer. Luego pasó por la escuela del pueblo, pero los estudios de primaria y secundaria los completó con los Maristas en Tuy, comunidad religiosa de la que formó parte, y de la que se separó cuando ya tenía 20 años. Hay huellas vitales de Fernando en Valladolid, Ferrol, Luarca, Oviedo, Madrid, Nájera, Villalba, San Lorenzo del Escorial… y Guadalajara, donde vivió y disfrutó los últimos 25 años de su vida; y digo disfrutar porque, a pesar de algunos pesares, como fue su evidente deterioro físico en los últimos años, él era fundamentalmente un hedonista, además de peripatético, dos circunstancias que le unen con la Grecia clásica de cuyo idioma tomó prestada la palabra Zálata-mar- para uno de sus poemarios, editado en 1993 con ese sonoro título. Me voy a detener en el peripatetismo de Borlán pues, efectivamente, fue un profesor de instituto que, como se practicaba en la escuela peripatética en la Grecia antigua, gustaba más de enseñar a sus alumnos fuera del aula, en la cafetería, paseando, quedando en un bar, organizando alguna actividad extraescolar-su proyecto de ico-poesía, “GENS”, y Radio Arrebato son dos puntales de ello, solo en Guadalajara- o en una reunión informal, que en el aula. Su vínculo e implicación con sus alumnos siempre fueron extraordinarios, creando escuela y casi familia porque esa relación profesor-alumnos, no solo fue muy fructífera a nivel escolástico-un término que era muy de su gusto-, sino también afectivo. Quienes fueron sus alumnos, guardan de él un grato recuerdo, mezcla de admiración y afecto. Carlos Alba, uno de sus alumnos más cercano, amigo y principal biógrafo, hoy un reputado doctor, profesor de lengua y literatura y experto en teatro y cine, es un ejemplo palmario de lo que acabo de afirmar, al que podríamos sumar nombres como el de la actriz María Pedroviejo, el del también profesor de instituto, escritor y dinamizador cultural, Juan Carlos Pérez-Arévalo, o los de los periodistas Fernando Rojo y Álvaro Nuño, entre muchos otros. Que nadie se enfade por echarse de menos entre los citados.

Decíamos, no ayer, sino hace solo un par de párrafos, que la vida de Fernando Borlán daba para una novela. Basten algunos detalles de ella para trenzar su nudo: tras abrazar la fe católica hasta el extremo de ser un breve tiempo hermano Marista en su primera juventud, Fernando se compromete con el marxismo en los años del tardofranquismo. Incluso estuvo en las primeras horas del Partido Socialista Popular-inicialmente fundado como Partido Socialista del Interior (PSI)- de Enrique Tierno Galván, el socialista que más nos subyugó a los liberales. Borlán ya nunca abandonó sus ideas de izquierdas, hasta el punto de colaborar muy activamente con el equipo de Blanca Calvo, cuando fue inesperada alcaldesa por IU de Guadalajara entre 1991 y 1992, con 3 concejales. Otro hito novelesco en la vida de Borlán es que, pese a sus gustos diletantes, no tuvo inconveniente alguno, para sacar adelante a su familia, en ser funcionario judicial durante un tiempo, tras aprobar las correspondientes oposiciones. Fue en 1972 cuando, finalmente, opositó a profesor de medias y sacó plaza de profesor de literatura, pasando por varios institutos hasta su destino final en el viejo Brianda de la capital alcarreña, donde su recuerdo y espíritu siguen muy vivos pues uno de sus proyectos “peripatéticos”, Radio Arrebato, sigue felizmente en marcha. Recuerdo una ocasión en la que Fernando me pidió que colaborara con él en un programa de esa radio juvenil escolar que tenía un evidente componente didáctico, no sólo lúdico. Asumí en directo el papel de Mariano José de Larra y alumnos suyos me entrevistaron como si fuera yo el mismísimo “Fígaro”. Reconozco que disfruté muchísimo aquel juego de rol en antena y, al parecer, los entrevistadores también. No se me ocurre una forma más original de profundizar en la figura de un autor. Lo dicho, Fernando era un profesor total, dentro y fuera del aula, que cautivaba por sus vastos conocimientos, su pasión por la literatura, que desbordada y transmitía, su cercanía con los alumnos y sus variados y singulares recursos pedagógicos, que aplicaba siempre pensando en ellos.

Dejo para el final la importante vertiente poética de Borlán. Sin duda, con él estamos ante uno de los mejores poetas de Guadalajara, pese a ser leonés de Galleguillos, pero como ya he dicho en otras ocasiones, siguiendo el símil del conocido chiste de los de Bilbao, los guadalajareños nacemos donde nos viene en gana. La poesía de Borlán era culta, porque él mismo lo era, y muy profunda. También sensitiva y sensible, porque él lo era, aunque su voz grave-“estentórea” la calificó Buero- y su rostro circunspecto, más que risueño, pudieran aparentar dureza de piel y alma. ¡Nada de eso! Publicó cinco poemarios entre 1977 y 2007, su época más fértil en este ámbito: Cántico carnal  (1985), Taberna de humo y sueño (1990), Zálata (1993), Derrota de los ídolos (1996) y Poesías inéditas (2007). Carlos Alba tuvo el acierto y el don de la oportunidad de publicar sus poesías completas de este período en una excelente edición patrocinada por la Diputación de Guadalajara en 2007, unos meses antes de morir el poeta, y siendo presidente de la institución provincial uno de sus alumnos, José Carlos Moratilla. La introducción de Alba a este recopilatorio de poesías de Borlán es absolutamente imprescindible para conocer su vida y obra; a ella remito a quienes quieran ampliar información. Fernando se merece que su nombre y, sobre todo, su valiosísima aportación como genial profesor y buen poeta, no queden en el olvido general y solo en el recuerdo amical y afectivo. Estamos ante un grande que vino a “guadalajarear” en el sentido bueriano de la palabra, y aquí se quedó ya para siempre. Una biblioteca, un instituto, un centro cultural y/o una calle, deben perpetuar su memoria, aunque él ni quería ni buscaba eso, solo pretendía literatura, amistad, compromiso y verdad, aunque algunos a veces no le entendieran. Termino con un verso suyo porque a él siempre le daré la última palabra: “Cada día recorriste un camino, / buscaste un nuevo mar, / nueva vereda”.