Fangofútbol
Decía Fernando Fernán Gómez que si en el autocar en el que vienen de camino al estadio los jugadores les cambiaran las camisetas con las de sus rivales, el público desde las gradas seguiría aplaudiendo a las camisetas. Incluso en un derbi.
Aunque no era muy de fútbol, ha sido uno de los pocos actores y dramaturgos que, sin tomar partido, han alternado elegantemente protagonismo sentimental con los dos grandes clubes de Madrid, con permiso del Rayo Vallecano.
Cuando llegué en los 70 a estudiar a la capital un grupo de amigos de los dos equipos, no más numeroso que las musas como aconsejaba Cicerón en los buenos banquetes, un domingo íbamos al Bernabéu y otro al Calderón. O viceversa. Tras el pitido final, derbis incluidos, ya no se hablaba de fútbol.
Las estadísticas calculaban entonces que un 50% de aquellos espectadores eran seguidores del equipo de casa, un 30% del visitante y el resto gente de otros o simplemente futboleros de paso.
Todo se fue torciendo, agriándose las aficiones, atizadas hasta por presidentes de los clubs. Se fueron ampliando los socios y fomentando las peñas hasta copar el 97% del estadio. Tras crecientes rifirrafes se decidió que los escasos forofos visitantes fueran conducidos por la policía en reata como los burros y ubicados en las gradas altas.
José Ramón Onega, presidente del comité antiviolencia, me contó on the record el motivo: “Si los colocamos abajo, en partidos tensos les tiran monedas y se les orinan.”
La cosa se complica si atizan el fuego a forofos con escasa materia gris los comunicadores amancebados y entrenadores y futbolistas botarates, únicos profesionales que cobran un extra por hacer bien su trabajo, como observaba el escritor Manuel Vázquez Montalbán.
Parece que el fango ha rebasado lo que los niños de antes, y algunos ilusos de hoy, considerábamos un deporte.