Hasta el momento de nuestro exterminio


El documento, fechado el 26 de julio de 1825, remitido al rey Fernando VII, ponía de manifiesto la precaridad laboral de los trabajadores de Guadalajara.

Ahora que Guadalajara se acerca a los 100.000 habitantes, conviene recordar que en nuestra ciudad se han alternado períodos de esplendor –traducidos en notables crecimientos demográficos- con épocas de crisis que causaban tan copiosa emigración de sus vecinos que en ocasiones amenazaban con despoblar su caserío. No por casualidad, el auge de Guadalajara siempre ha sido provocado por la industrialización de una ciudad que sobresalía sobre un entorno rural.

Así ocurrió en 1719 con la apertura de la Fábrica de Paños, cuando nuestra capital “estaba reducida a una lastimosa total decadencia de su antigua numerosa vecindad, conservando solo la memoria de lo que había sido en las ruinas de sus edificios”, según el conde de Medina y Contreras, quien reconocía que “sin embargo de ser corto el número de telares que se han puesto en los nueve años siguientes, ha convalecido y recuperádose notablemente”. Durante el siglo XVIII Guadalajara fue epicentro de un área industrial que se extendía entre Brihuega y San Fernando de Henares pero que empleaba a vecinos de los pueblos comarcanos: pastores, esquiladores, bataneros y tintoreros… Sin llegar a la rentabilidad económica prevista por sus promotores ni al desarrollo al que aspiraban sus vecinos, Guadalajara fue una importante ciudad obrera en una España agraria.

Firmas del Concejo.

La Guerra de la Independencia ocasionó el cierre de la Real Fábrica y una severa despoblación de la ciudad; en 1814 se realizó un padrón que solo cifraba en 4.823 a sus habitantes y que, para vencer la incredulidad de quienes no conociesen de primera mano las consecuencias del conflicto bélico, terminaba con estas palabras: “cuyos vecinos son los únicos de que se compone esta ciudad de Guadalajara; y por ser verdad lo firmamos la Justicia constitucional y curas párrocos de ella”.

Arruinada la ciudad tras el cierre definitivo de su Fábrica de Paños, nuestra capital creció muy lentamente: necesitó casi un siglo para duplicar su población y solo la apertura de las fábricas de La Hispano, en 1918, dio nuevo impulso a la ciudad y cambió su fisonomía urbana y su composición social. Cerradas estas factorías de aviones y de automóviles, desde 1940 funestas realidades ensombrecieron a la Guadalajara de posguerra. Solo hacia 1970, con la industrialización del Polígono del Balconcillo, volvió a despertar de su letargo y a crecer más allá del viejo caserío.

Frente al presente incremento demográfico, debido a la logística –en la que se emplean el 40% de los trabajadores de la provincia- y a su condición de ciudad dormitorio, hace ahora doscientos años, en el verano de 1825, una gravísima crisis social afligía a Guadalajara. Aunque se suele repetir que la Real Fábrica de Paños cerró en 1822, en 1824 el rey Fernando VII arrendó su explotación con una compañía francesa –quizás como compensación por la ayuda de los Cien Mil Hijos de San Luis- que se comprometió a poner otra vez en marcha los viejos telares.

Firmas de tejedores.

Pero, según el Ayuntamiento, la empresa francesa “se contenta con emplear un puñado de hombres en la fabricación de algunas sarguetas”, muy poco trabajo para el crecido número de trabajadores que habitaban una Guadalajara que estaba “compuesta casi toda de esta clase de desdichados [obreros]”, una mayoría de vecinos “cuya subsistencia pende absolutamente del trabajo en estas vuestras Rs. Fábricas a que únicamente se han dedicado desde su niñez y del que [hoy] carecen”.

La crisis económica era tan grave y tan amarga la vida cotidiana de los trabajadores por “la mendicidad en que se hallan reducidos y por ella a la más estrecha miseria”, que algunos decidieron escribir al monarca una súplica con tintes apocalípticos, que se conserva en el Archivo Municipal. Hablaban de “la ruina de nuestras mujeres e hijos” y aventuraban que “nuestra desgracia va continuando hasta que llegue el momento de nuestro exterminio”. Sin embargo, orgullosos de su condición de trabajadores, no solicitaban socorros o limosnas, sino que pedían a Fernando VII que “se sirva dictar las providencias oportunas para que los empresarios cumplan religiosamente lo pactado”.

El documento, fechado el 26 de julio de 1825, iba firmado, en “nombre de todos los oficiales trabajadores de las Rs. Fábricas de esta ciudad”, por José Felipe, Toribio Juárez, Andrés de Andrés, Jorge García y Juan de Blas, que podemos considerar con razón como los primeros sindicalistas de la Guadalajara del siglo XIX. Una acción meritoria, pues vuelto el régimen absolutista al país dos años atrás y todavía no recuperada la ciudad de los asesinatos tumultuarios de José Marlasca y Julián Antonio Moreno, era muy arriesgado señalarse públicamente en defensa de los obreros de la ciudad.

Plano de Guadalajara. 1813.

Tres semanas después, el Ayuntamiento aprobó un documento que avalaba lo escrito por los trabajadores y servía como carta de presentación de su súplica ante el rey. Los firmantes –José de Cáceres, Guillermo Pérez Oñana, José Oñez de la Torre, Félix de Hita, Vicente Berdura, José García, Ramón Boyteberg, José Martín Malagón y Francisco Batanero- describían “la extrema miseria en que gimen” los obreros y la impotencia del concejo “viendo mendigar a infinitas familias”. También aseguraban que los trabajadores permanecían “distantes de cometer los crímenes y escesos a que forzosamente obliga la indigencia”, a causa de “la honradez que adquirieron y conservan desde su cuna”.

Sin embargo, nada se hizo. Los empresarios franceses no revitalizaron la fábrica, el rey se desentendió del asunto, los trabajadores perdieron su empleo y Guadalajara empañó su brillo para volver a exhibir su decadencia. Pero hace ahora doscientos años un grupo de tejedores, arriesgándolo todo en tiempos muy difíciles, nos dio una lección de solidaridad obrera y de amor a esta ciudad. Y así merece ser hoy recordado, para no olvidar cuánto debe Guadalajara a sus vecinos trabajadores.