Historia a saldo

26/10/2019 - 17:00 Antonio Yagüe

Tras la marcha de los últimos veraneantes jubilados, se reducen a casas y más casas cerradas. Ni siquiera un burro o un perro callejero, ni gallinas, ni un gato, ni una cabra..

Lejos del ruido de banderas, manifestaciones, estacazos, hogueras, pillajes y preparaciones esquizofénicas para las urnas, he recorrido estos días pueblos molineses y turolenses paradigma de la llamada España vacía, vaciada, Laponia española y otras metáforas movilizadoras. La denominación, con permiso del tsunami de expertos y de cargos políticos clientelistas con inutilidad bien pagada, ya cansa y no hace justicia. Estos pueblos están llenos de poca pero gente entera, de inabarcables océanos de tierra y de tiempo, de descomunales paisajes y territorios con alma. Tesoros sentimentales. Memoria viva.

Tras la marcha de los últimos veraneantes jubilados, se reducen a casas y más casas cerradas. Ni siquiera un burro o un perro callejero, ni gallinas, ni un gato, ni una cabra... Ni moscas, ni mariposas. Ni ciemo en los corrales y muladares, ni humo en las chimeneas, ni bardales, ni hortales o huertos cultivados. Balcones sin flores, amarillentas hojas otoñales, zarzamoras desbocadas y aliagares sombríos. Hasta los gorriones y las urracas se han ido.

En algunas puertas y ventanas bajo tejados vacilantes hay carteles manchados de tinta, como de sangre, de recuerdos perdidos y lágrimas con la leyenda “Se vende”. Se ofrece a los visitantes lo que fueron docenas de generaciones, la higuera o el manzano que plantó el abuelo, el rosal destartalado que regaba y recortaba la abuela, la parra con uvas tentadoras para tordos y zorzales o el pozo que excavaron agotados, exhaustos, hace años buscando el agua que les daba la vida. Una cosecha de recuerdos de siglos.

También se venden a precios casi irrisorios los abrazos, recuerdos, anhelos y enseñanzas de generaciones que vagan por su interior; la cebada y el trigo segados en julio; las lluvias que se filtraban entre tejas y teguillos, y las siegas y trillas en mediodías de agosto como un horno. Un pasado construido con vidas derramadas, a la venta, porque estos pueblos pequeños no constan en los grandes proyectos, ni en la dialéctica de los mercados, la cartera de los inversores o siquiera para los fondos buitre. Llevan encima un sello invisible que los condena a desaparecer, a ser olvidados como míticas ciudades derruidas o asoladas por el fuego.

Hace tiempo que llegó aquí, silenciosa pero irrevocable, una independencia de saldo. De España, de Europa y quizás hasta de este mundo.