Homenaje merecido al voluntariado

24/03/2011 - 00:00 Rosa Villacastín

   Ayer tuve ocasión de conocer a una pareja que habiendo pasado el ecuador de la vida, sienten que les ha llegado la hora de emprender nuevos retos, de devolver a la sociedad parte de lo que la sociedad les ha dado a ellos. Digamos que piensan que les ha llegado la hora de invertir su tiempo libre en hacer lo que siempre soñaron: dedicar unas horas del día o de la noche a aquellas personas que más lo necesitan, que se sienten solas por mil razones diferentes. Unas porque se les ha muerto el compañero o la compañera de toda su vida, otras porque las familias no disponen de medios o de tiempo para ocuparse de ellos, la mayoría porque tienen algún tipo de dependencia, que les lleva directamente a la depresión. Una enfermedad paralizante e incomprendida por lo difícil que resulta explicar a la familia, a los amigos, a los compañeros de trabajo, que no te sientes con fuerzas para levantarte de la cama, ya que lo único que te apetece es llorar y llorar.
   Cuestiones emocionales a las que casi nunca se les presta la debida atención, que van dejando su poso, hasta que un día, sin razón aparente alguna, sale a la superficie todo lo que llevan dentro, ocasionándoles efectos devastadores en su vida y en su salud. Pero siendo la ayuda económica y de especialistas imprescindible, necesaria, lo cierto es que no siempre sirve para llegar a la raíz de otro problema, el de la soledad, que afecta a tanta gente, de todas las edades y condición social.
   De ahí lo importante que resulta el trabajo del voluntariado. Un movimiento cada día más numeroso, en el que están implicados tanto jóvenes como mayores, que llega allí donde las administraciones no pueden hacerlo, unas veces por falta de presupuestos, otras por desidia e ineficacia. Tengo amigas que salen por la noche de sus casas cargadas con buenos caldos, café o chocolate, que entregan a esa otra pobre gente que duerme en la calle y de los que no se ocupa nadie, entre otras razones porque a veces son ellos mismos, los que rechazan toda ayuda que les limite la libertad de moverse de un lugar a otro. Gente conocida también que colabora con Cáritas, con el Padre Garralda o el Padre Ángel, y tantas otras organizaciones sin animo de lucro que funcionan en nuestro país, y que intentan paliar en lo posible tragedias como las de Haití, Palestina, Irak, Uganda, sin importarles las consecuencias que pueda tener para ellos, sólo porque entre los damnificados hay gente indefensa, niños, personas mayores y mujeres, que les necesitan.
   A todas me gustaría rendirles mi homenaje particular porque en contra de lo que puede parecer hay más gente buena que mala, aunque a veces tengamos la impresión contraria. Gente generosa que vive para hacer el bien, que se alimenta de la solidaridad, y que son sensibles al dolor ajeno, que se quita el pan de la boca para dárselo a quienes nada tiene.