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09/11/2018 - 12:23 Jesús de Andrés

Hasta la crisis de 2008, la economía española tuvo dos patas principales: la construcción y el turismo, acompañadas de una industria muy necesitada de internacionalización.

Asistí el pasado jueves, gracias a la amable invitación de sus organizadores, a uno de los actos con los que la CEOE-Cepyme de Guadalajara, nuestra organización provincial de empresarios, está celebrando su 40º aniversario, coincidente con el de la Constitución de 1978. Bajo un formato de desayuno empresarial, impartió una conferencia José Luis Aguirre, presidente de Ibercaja, quien, además de demostrar una envidiable capacidad de síntesis y un manejo indudable de los datos, exhibió una precisión en el análisis que, lejos de partidismos o de posicionamientos ideológicos, dio en la clave de la realidad económica española.
   Aguirre habló de la crisis, por supuesto, de algunas de las reformas estructurales llevadas a cabo en los últimos años, de las características de la actual fase de crecimiento (no dependiente de la construcción y con menor endeudamiento), de la inestabilidad institucional derivada del momento político, de la necesidad de corregir algunas de las graves consecuencias todavía pendientes de la crisis (la alta cota de desigualdad, la inestabilidad en la contratación o la congelación de salarios, por ejemplo), del imperativo de mantener el Estado de Bienestar, del déficit de la natalidad, de la despoblación interior o de los problemas del sistema de pensiones. “Hay que corregir la desigualdad por una cuestión de justicia social, pero también por eficacia económica”, afirmó. De todo ello, no obstante, me quedo con el llamamiento a redefinir nuestro modelo productivo.
  Hasta la crisis de 2008, la economía española tuvo dos patas principales: la construcción y el turismo, acompañadas de una industria muy necesitada de internacionalización. Tras la estrepitosa caída de la construcción, y siendo conscientes de las limitaciones y vulnerabilidad del turismo, España debería haber buscado una remodelación de su sistema productivo; sin embargo, se impuso la inacción que ha caracterizado los últimos tiempos. Para más inri, se recortó el apoyo a la investigación, se cerraron programas y se condenó a emigrar a los mejores de nuestros jóvenes investigadores. Finlandia salió de la crisis de los setenta apostando por la investigación, creando un caldo de cultivo del que surgirían empresas como Nokia, que durante años fue la principal de aquel país y supondría una revolución tecnológica mundial. En España, en lugar de aprender de la experiencia, pensamos que la construcción volvería en cualquier momento y que el único camino era reducir el gasto, incluso aquel del que podría depender nuestro futuro. Piensen que aquí, sin ir más lejos, se cerró el Parque Científico y Tecnológico de Guadalajara para integrarlo, como no, en el de Castilla-La Mancha. Las tasas de inversión en I+D, en investigación y desarrollo, no son un gasto estéril, son una inversión de futuro. En sectores como el agroindustrial o el digital, en los que destacamos, es necesario fomentar la investigación ya que sólo ella, y no la mano de obra barata, nos traerá el desarrollo que todos anhelamos.