Inciatus, el caballo de Calígula

29/04/2017 - 12:57 Emilio Fernández Galiano

Es necesario devolver la independencia al poder judicial y que sus miembros rectores sean elegidos por los jueces, ajenos a interferencias políticas.

John Carlin  es un reconocido escritor británico muy vinculado a nuestro país pues ha tratado con mimo especial a muchos de nuestros personajes o fenómenos nacionales. Así, es autor, por ejemplo, de biografías como la de Rafael Nadal, “Rafa, mi historia” o de otros trabajos como el que realizó sobre  el Real Madrid, “Angeles blancos”. Singular éxito fue el de su libro basado en la vida de Nelson Mandela, “El factor humano” y que Clint Eastwood llevó al cine con su película “Invictus”, protagonizada por Morgan Freeman y Matt Damon.
A raíz de la candidatura de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, Carlin no tuvo el menor reparo en afirmar que “nunca, al menos desde que el emperador Calígula nombró a su caballo cónsul de Roma, ha habido un caso en el que la discrepancia entre la capacidad y las exigencias de un cargo sea más abismal que en el caso del aspirante republicano a la Casa Blanca”.
    La cita viene a cuento por los recientes, otra vez, una vez más, casos de corrupción acaecidos en nuestro país y en los que, al parecer, se pone más el ojo en quien nombró a los presuntos delincuentes que en los presumibles corruptos en sí mismos. Es decir, se pone más la lupa en las responsabilidades políticas que en las penales, dando por hecho que cada uno habrá de asumir las suyas.
    En cuanto a las penales parece claro que vienen delimitadas por nuestro ordenamiento jurídico previendo en su caso un castigo por conductas tipificadas que acarrean una condena.
    La frontera en cuanto a las responsabilidades políticas no es tan nítida, ni precisa, pues encierra valores morales o de conducta no siempre reguladas por una determinada legislación (me gustaba en mi época de estudiante el artículo 1094 del código civil, que apelaba a la responsabilidad del sujeto a la de “la diligencia propia de un buen padre de familia”).
    Los tribunales están obligados a administrar justicia conforme a lo que establecen la leyes. Pero el recorrido no es sencillo. En primer lugar porque, al fin y al cabo los tribunales los componen las personas y aunque las normas prevén la recusación (o auto recusación) de quien por razones íntimas no pueda ejercer con asepsia esa administración de justicia, el caso es que en ocasiones no es así. Me sorprende que jueces recién llegados de puestos políticos, puedan juzgar a políticos. Hay que terminar con las puertas giratorias en la Justicia. Quien quiera dejar de ser juez, que así sea, pero para siempre. Que se le respeten sus trienios, sus condecoraciones su tratamiento y hasta sus prerrogativas sociales, pero de ningún modo se le puede reconocer su independencia cuando la perdió por mor de otras venturas políticas o empresariales. Hay muchos intereses de por medio para volver a ser independiente. No digo que las actuaciones del juez Velasco sean inmaculadas pero, por sus antecedentes, es legítimo dudar de que así sean. Me recuerda al, en su día, juez Garzón. Cuántas veces insisto a mis alumnos que la Justicia es ciega porque no puede ver otros intereses que los de administrar justicia, sin otros condicionantes. Garzón y Velasco un día se quitaron la venda. La venda que ciega sus ojos es de un solo uso. No retornable. Y menos con sobreactuación. ¿Cómo diablos un juez puede ser “estrella”?
    De ahí que es tan necesario devolver la independencia al poder judicial y que sus miembros rectores sean elegidos por los jueces, ajenos a interferencias políticas. La muerte de Montesquieu que vaticinó Guerra y consumó Aznar debe quedar en el olvido y que sean los jueces quienes nombren a los jueces.
    Que nadie entienda que los vicios de la justicia aminora el grado de indignación que los sucesivos casos de corrupción invaden cada día los telediarios. Me consuela que, al menos, salen a la luz y en muchos casos con contundentes consecuencias. Y ahí están las leyes. Me intranquiliza más quienes, a la sombra de meras responsabilidades políticas, se sacuden de las mismas  ante su propia perplejidad.
    El problema no es que Calígula quisiera nombrar cónsul a su caballo Incitatus -estaba pirado pero no era tonto (Calígula, no el caballo)-. El asunto es que usó ese gesto para comprobar la pleitesía que los senadores le rendían sin que en ningún momento se opusieran. Qué mayor y respetado desprecio a las Instituciones.