La condesa vuelve a su casa


Me alegraría de que pronto pudiésemos disfrutar de esta joya pictórica- el cuadro de doña Luisa de Mendoza y Mendoza- en las salas del Museo de Guadalajara, sitio en la edificación civil más relevante del siglo XV en España.

La visita del ministro de Cultura a nuestra ciudad me ha hecho recordar que su departamento adquirió no hace mucho un bellísimo retrato de la condesa de Saldaña, Luisa de Mendoza y Mendoza. Así, es de suponer que en breve el cuadro se hallará  en el edificio que fue casa de esta aristócrata durante varios años, que no es otro que el Palacio del Infantado, sede del Museo de Guadalajara.

Perteneció doña Luisa por linaje y por casamiento a dos de las familias más distinguidas de la época. Su progenitora fue la imponente Ana de Mendoza, VI duquesa del Infantado, y su marido, el segundo hijo del todopoderoso duque de Lerma, valido de Felipe III; no obstante, antes de la boda, su madre había valorado desposarla con algún Mendoza y de esta manera desarticular el pleito que un familiar mantenía contra ella por el título nobiliario.

Y es que esta cuestión que acabamos de mencionar no es fútil, pues una parte importante de las vidas de Ana y de Luisa giró en torno a cómo podían proteger sus derechos sucesorios siendo ambas mujeres, ya que la razón por la que Diego Hurtado de Mendoza reclamaba el ducado para sí no era otra que ser un insigne varón frente a sus dos parientas femeninas.

Retrato de Luisa de Mendoza y Mendoza realizado por Antonio Ricci.

El caso es que en un viaje a la entonces capital de España, Valladolid −precisamente motivado por el asunto de la controvertida herencia−, el duque de Lerma propuso a doña Ana que Luisa se casara con su vástago Diego Gómez de Sandoval de la Cerda. Tras tomarse un tiempo de deliberación, la duquesa decidió aprobar las nupcias pensando en los beneficios que conllevarían, puesto que aumentaría la influencia política y la hacienda de la Casa del Infantado y, sin duda, fortalecería su posición respecto al disputado título ducal.

Según relata el cronista real Alonso Núñez de Castro, la joven pareja vivió en la ciudad del Pisuerga por un año, marchándose luego a Guadalajara. Al parecer, tardaron en tener criaturas, circunstancia que seguramente preocupara a Luisa porque, como bien sabemos, una de las principales funciones que se asignaban a las mujeres −y más tratándose de nobles− era la reproductiva. Siguiendo con Núñez de Castro, este informa de que transcurridos ocho años del matrimonio, «pariò la Condesa quatro vezes», si bien solo sobrevivieron a doña Luisa dos de sus hijos: un chico al que llamaron Rodrigo Díaz de Vivar y la más pequeña, Catalina.

La posición de la familia era tan sobresaliente que el bautizo de Rodrigo supuso un acontecimiento social de primera división para la corte, que ya había regresado a Madrid. Apadrinaron al niño el rey, que hemos comentado que era Felipe III, y la infanta María Ana, dado que la reina Margarita había fallecido unos años antes. Los anfitriones debieron gastarse una fortuna en agasajar a sus invitados y en llevar a cabo unos festejos soberbios con los que se deleitó lo más granado del reino.

Se dice que a pesar de la opulencia en la que vivió Luisa de Mendoza, no era una mujer altanera y que trataba a su servicio con exquisito respeto. Todavía joven (treinta y siete años), enfermó de unas fiebres que acabaron con su vida. Su cuerpo fue trasladado desde Madrid al Convento de San Francisco, «con la grandeza y autoridad que suelen los Duques de Infantado, como heredera de los Estados de su madre, que quedò viva, con la pena, y dolor que se deja entender».

Después de la muerte de Luisa, Ana de Mendoza desarrolló una estrategia basada en los enlaces matrimoniales con la intención de afianzar a su nieto como legítimo sucesor del Infantado y, asimismo, alejarle de la mala sombra del apellido paterno, Sandoval (su abuelo, el duque de Lerma, ya había caído en desgracia por sus corruptelas). 

Pero fíjense cómo son las cosas que, habiendo expirado doña Ana en 1633, Rodrigo se convirtió en el VII duque, mas este murió sin descendencia, de manera que acabó siendo otra mujer, en concreto su hermana Catalina −nieta de Ana e hija de Luisa de Mendoza−, la receptora del codiciado ducado del Infantado. 

Terminamos por donde empezamos, con el cuadro de doña Luisa de Mendoza y Mendoza realizado probablemente en 1603 con ocasión de sus esponsales. El autor de esta imagen cortesana es Antonio Ricci, aunque llegó a atribuirse a Alonso Sánchez Coello y también a Juan Pantoja de la Cruz debido a la similitud del retrato con la gestualidad y prestancia con la que estos dos últimos artistas pintaban a la más alta sociedad.

Dicho lo anterior, me alegraría de que pronto pudiéramos disfrutar de esta joya pictórica en las salas del Museo de Guadalajara, sito en la edificación civil más relevante del siglo XV en España. Por fin podría llegarle el momento de una intervención integral que lo transformara en uno de los museos más deslumbrantes de nuestro país, lo que implicaría, como dijo el alcalde Alberto Rojo, el verdadero renacimiento del Palacio del Infantado.