La décima señal del hijo puta
Es la tuya, asesino de mujeres. Liaste a Laura en una trampa, como la culebra del paraíso, arrastrando tu miseria por el suelo.
Hasta nueve señales, una debajo de otra, remachó Cela en “Mazurca para dos muertos” para identificar al hijoputa. Si algún tipo te da mala espina y quieres confirmar si pertenece a esta estirpe, comprueba si lleva encima alguna de ellas. Si es así, no lo dudes, es un perfecto hijoputa. Evítalo.
A Laura no le dio tiempo. O se confió porque a su edad se suele ser de suyo confiado. Quizá le diera mala espina, quién sabe si hasta pudo recriminarse por la noche haber pensado mal de él, no es extraño porque Laura, al contrario, tenía las mil señales de la bondad en su cara, en su rostro de maestra que había cruzado con el alma blanca la península, de norte a sur, la paradoja del camino de los jóvenes que es la marcha para conseguir en esa carrera de puntos un impulso que cara atrás te ayude a volver al punto de partida y empezar una vida profesional en un destino definitivo al que irá unida una vida personal, en su caso con un novio que la despidió sin saber que ese adiós quería decir exactamente hasta nunca jamás, amor, pero los jóvenes nuestros no tienen precepto más drástico que cumplir que el de no mirar hacia atrás, como la mujer de Lot, de lo contrario, como un bosque de humanas estatuas de sal, quedarán en su tierra y sin futuro, para siempre.
Al hijoputa de Cela le falta, no sé porqué, la décima señal, la más evidente: la mirada del cobarde. Es la tuya, asesino de mujeres. Liaste a Laura en una trampa, como la culebra del paraíso, arrastrando tu miseria por el suelo, haciendo que se confiara un ángel. Vaya mérito el tuyo, cobarde, revalidarte en asesinatos porque ni una vida ni dos valen nada, te dice tu cerebro de avispa, y te echas encima de quien sabes que no puede contigo porque no eres otra cosa que la inmunda furia del malnacido que repta por el único camino que le corresponde, el que le marca la sombra de Caín. Liaste a Laura porque te confiabas en la fortuna de que eras hombre, pero no lo fuiste nunca porque nunca lo fueron los machotes como tú.
Que cada noche, cuando el portón de tu celda cierre con un golpe seco y la negrura se te eche encima no veas otra cosa en la oscuridad que el rostro de tu vecina. No podrás soportarlo porque llevas encima la décima señal del hijoputa: la mirada de lo más grande a lo que llegaste, que es el cobarde que fuiste toda tu vida.