La 'dolce vita' de Carlos Dívar

12/06/2012 - 00:00 Carlos Carnicero


El estado no es un cajón de sastre donde caben los gastos personales. Quienes disponen de prerrogativas de litisexpensas deben ser escrupulosos en su administración como bienes que no les pertenecen. Cada desembolso de dinero público debe estar acreditado con una misión o representación efectiva y real de un acontecimiento directamente vinculado al cargo que se ocupa. Este principio es tan elemental que produce sonrojo tener que explicarlo. A medida que se conocen detalles de la manera en que el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Dívar, ha manejado los recursos que el estado había puesto a su disposición, la indignación no deja de acrecentarse.

  Que los fondos asignados como gastos de representación sean de libre permite que su uso no deba estar referido a las prácticas para los que fueron establecidos. Los gastos de carácter personal no pueden cargarse a esas cuentas. No está en cuestión las tendencias sexuales del presidente del Tribunal Supremo. Pertenecen al ámbito de su privacidad. Incluso cuando pudiera haber una contradicción en sus públicas manifestaciones religiosas y sus prácticas personales. Si así fuera, diría poco de su coherencia entre la moral pública y la privada, pero no es lo que se está analizando en esta polémica.

  En otros países, como en Estados Unidos, la raya que separa la ejemplaridad pública de las costumbres privadas no darían margen a esa dicotomía. Allí se establece que una representación pública obliga a una coherencia rayana en el calvinismo. Afortunadamente, en España no disponemos de un talante inquisitorial de esa naturaleza. No importa si su acompañante en cenas que se presumían oficiales es un hombre o una mujer; lo relevante es si su presencia estaba justificada en restaurantes de lujo en cenas y viajes que pretenden tener carácter oficial. El asunto se hubiera resuelto si desde el primer momento Carlos Dívar hubiera devuelto al erario público el monto del dinero gastado en viajes que no tienen justificación. Hay un hato de soberbia en la forma en que el presidente del Consejo del Tribunal Supremo ha manejado este asunto.

  Tal vez, sentirse protegido por los dos grandes partidos ha sido definitivo para entender este comportamiento abstruso. El jefe de los jueces no puede tener una debilidad que ponga en contradicción sus comportamientos públicos con la confianza que la sociedad ha depositado en él. Si esa colisión se produce, la única solución posible es la dimisión. Si además se obstina en aferrarse al cargo y es pillado en mentira en temas tan esenciales como la administración del dinero público, no puede continuar ni un minuto más. El deterioro del crédito de la institución que representa, el rosario de pruebas que se van conociendo alrededor de este suceso bochornoso conduce a un camino sin retorno.

  Tiene, además de su vertiente ética, este asunto un tufo decimonónico de nepotismo y rancio comportamiento de nepotismo en la protección y exaltación de una persona protegida, ascendida y exhibida, que está a su servicio, como edecán y ayudante de confianza, cuando sus funciones y su cualificación atañen a la seguridad del magistrado. La opereta, según revela el diario El País, se completa con el borrado y restaurado de videos en donde el protegido del magistrado aparece y desaparece en una representación insoportable de las tramas empeñadas en ocultar los hechos hasta el momento en que la trampa es peor que la realidad. Por el bien de todos, y de él mismo, Carlos Dívar debería dimitir y organizar su dolce vida, a partir de ahora, desde su vida privada y con sus propios recursos.

Artículo extraido del blog de Carlos Carnicero