La fragilidad de la democracia

16/07/2012 - 00:00 Jesús Fernández




  Ha habido un tiempo en que creíamos que la democracia lo era todo y que más allá de ella no había nada. Otros, más osados, creían que en democracia vale todo. Este sentido absolutista y autosuficiente dentro de los sistemas políticos y cambiantes se ha terminado. Creímos que la democracia era todopoderosa y fuerte. Ahora nos damos cuenta de que es frágil como el hombre mismo es frágil y vulnerable. Los hombres y mujeres que “entraron en política” creyendo que la Constitución o el sistema democrático les dotaba de una aureola de suficiencia o de inmunidad están ahora siendo sometidos a procesos de investigación.

   El error consistía en la identificación absoluta entre elección legítima con legitimidad y moralidad de elecciones o decisiones a tomar por ellos. De esta forma, se sentían autorizados para hacer y deshacer sin trabas ni limitaciones. La libertad o el régimen político conocido como democracia, no es inabarcable y tiene sus límites en las leyes, en los valores y en la moral. La clase dirigente, en el ejercicio de sus funciones, está sometida a los mismos deberes y responsabilidades que el resto de los ciudadanos y no existe, para ellos ni para nadie, zonas de impunidad constituida. Los que se sentían todopoderosos ahora tienen que responder de sus decisiones ante unas instancias o exigencias de la ley que van más allá de sí mismos.

  El error consiste en creer que una decisión tomada o votada por unanimidad o mayoría y consenso de un determinado órgano legítimo, ya autoriza cualquier conducta irregular en el futuro, siendo la garantía de sus intereses particlares. Durante mucho tiempo, esta sociedad no ha entendido bien las relaciones entre derecho y democracia. Se creía, como hemos apuntado más arriba, que las exigencias de la democracia prevalecían por encima de las leyes o del orden jurídico y se daba rienda suelta al concepto de soberanía popular constituida en soberanía parlamentaria.

  En muchos de nuestros teóricos de la política anidaba la idea de que las leyes reciben su legitimidad de la forma en que han sido aprobadas y no tienen que respetar o responder de su licitud ante nada ni ante nadie porque por encima de la democracia no hay nada, ni el derecho, ni la religión, ni la moral, ni la voluntad general. Las leyes –según ellos- tienen su fuerza y reciben su poder normativo de la forma o fórmula matemática en que han sido votadas en el correspondiente órgano legislativo o regulador y no de su contenido y valor.

  Sin embargo, existe una ley para las leyes que tiene que respetar toda ley. Las leyes contienen un valor que las trasciende a ellas y ese dato, ese imperativo no viene de su tramitación democrática solamente sino de sus propios fines ajustados a la percepción de la eticidad social. Existe, por consiguiente, una legalidad de las leyes, por muy contradictorio que parezca. La democracia no consiste en dictar leyes esperando que sean buenas por el hecho de ser democráticas muy al contrario, son democráticas porque son buenas.
  Por lo demás, no todo es necesario en la democracia. Hay muchos elementos prescindibles. Los gobiernos se han rodeado de unos aparatos administrativos con una densidad de representación difícilmente sostenible. El servicio a los ciudadanos como sentido desaparece y se convierte en un fin en sí misma.