La muerte de la verdad

01/07/2012 - 00:00 Jesús Fernández




     Durante muchos siglos, la civilización occidental ha estado sostenida en la idea de que la verdad es algo permanente, universal e inmutable. Ella ha contribuido a la formación de los grandes periodos de estabilidad social y cultural vividos por la humanidad. Esta convicción racional ha dado vida a los valores, a los derechos humanos, a la invariable dignidad del hombre y a la irrenunciable dimensión de su libertad. Si la verdad muere, muere el respeto a la persona, muere la democracia.

  No somos nosotros los que sostenemos la verdad sino que es ella la que nos sostiene a nosotros y hace posible la convivencia, la tolerancia, el diálogo, el entendimiento entre los hombres y los pueblos, y los conceptos globales e intercambiables. La verdad es el único puente que une a todos los hombres por encima de las diferencias relativas y accidentales que aparecen y desaparecen con el tiempo. Pero el sentimiento firme de la verdad hay que vestirle de palabras. No es la verdad la que nos separa sino el lenguaje. Muchas veces asesinamos los conceptos que vaciamos de su contenido para llenarles de otro sentido que conviene mas a nuestros intereses. Hemos cambiado valor y sentido de las palabras por conveniencia y adecuación de las mismas a nuestros propios fines. No nos entendemos.

  Muchos enfrentamientos, muchos conflictos, comienzan en la guerra del lenguaje lanzando las palabras envenenadas contra el enemigo o contra el pueblo indefenso para confundirle. Esta guerrilla lingüística se desarrolla en el campo de la información, de los medios de comunicación, de la política, de la economía, de la educación. Hemos creado la confusión y perdido la transparencia y la comunicación. Por otro lado, existe hoy día lo que podríamos llamar la verdad cuántica. La máquina ha votado la verdad, escribía Soren Kierkegaard en su Diario el 15 de mayo de 1848 aludiendo al principio vital de la democracia que son los números.

 La verdad numérica que hace depender la justicia, el valor de la vida y de las leyes, los derechos humanos no de la razón sino de la cuantificación de los votos. La decisión de las urnas, oímos decir muchas veces para justificar una imposición o legitimar el bien y el mal, el poder y la corrupción. Ha desaparecido la verdad moral, el imperativo de la conciencia y se impone la contabilidad y la aritmética democrática (dicen algunos) con la que se forman gobiernos y parlamentos para dirigir a los pueblos. La muerte de la verdad es el relativismo que nos rodea por todas partes.

  Lo que hoy es un dogma cultural o un modelo ilustrado, económico o político, mañana ha cambiado y desparece. ¿Dónde está lo permanente y fijo? Todo es arena y suelo movedizo donde el hombre resbala. La modernidad y el progreso se comen sus propias entrañas y tienen podridas las mismas bases en las que se levantaba. Ha muerto la verdad. La cultura moderna está de luto.¿No oís la campanas que repican a muerto? ¿Quién la ha matado? ¿Dónde está su tumba? Entre todos la hemos cavado.

  Enterradores de la verdad. Somos cómplices y asesinos de lo más grande que tenemos los hombres. Ya no podemos pedir respeto a nadie ni a nada. Ya no podemos exigir nada en nombre de la verdad que no existe. Las palabras y su sentido salen a subasta y las compran quien más dinero tiene, quien más poder tiene para imponérselas a todos. Este mundo, esta sociedad parece empeñada en crear y vivir de la industria del engaño, de la mentira. Nos queda el poeta: “¿Tu verdad? No, la verdad. Ven conmigo a buscarla ¿La tuya? Guárdatela”.